domingo, 29 de enero de 2012

La dama pálida III

Kostaki me dejó resbalar a tierra, bajando casi en seguida después que yo; pero, por rápido que hubiera sido su acto, Gregoriska le había precedido. Como lo dijera, en el castillo él era el amo. Al ver llegar a los dos jóvenes y a la extranjera que llevaban con ellos, acudieron los servidores; pero, aunque dividieron sus diligencias entre Kostaki y Gregoriska, aparecía claro que los mayores miramientos, el respeto más profundo eran para el segundo. Se aproximaron dos mujeres, Gregoriska les dio una orden en lengua moldava, y con la mano me indicó que las siguiera. La mirada que acompañaba aquel gesto era tan respetuosa que yo no vacilé absolutamente en obedecerle. Cinco minutos después me encontraba en una cámara que, aun cuando pudiera parecer desnuda y triste a una persona de menos fácil contentamiento, era sin embargo evidentemente la más hermosa del castillo. Una gran habitación cuadrada, con una especie de diván de sayal verde, asiento de día, lecho de noche. Había también allí cinco o seis sillones de encina, un inmenso cofre, y en un ángulo un trono semejante a una gran silla de coro.

No había que hablar de cortinas en las ventanas y en el lecho. A los costados de la escalera que llevaba a aquella cámara, se erguían, dentro de nichos, tres estatuas de los Brankovan de tamaño superior al natural. Al poco rato trajeron nuestros bagajes, entre los cuales se encontraban también mis maletas. Las mujeres me ofrecieron sus servicios. Pero no obstante, reparando el desorden que lo sucedido causara en mi tocado, conservé mi vestimenta de amazona, la cual, más que cualquier otra, acordaba con el modo de vestir de mis huéspedes. Apenas había hecho los pocos cambios necesarios en mis ropas, cuando oí golpear levemente en la puerta.

-Adelante -dije en francés, siendo esta lengua para nosotros los polacos, como saben, casi una segunda lengua materna.

Entró Gregoriska.

-¡Ah! señora, cuánto me complace que hables francés.

-Y yo también -respondí- estoy contenta de saber esta lengua, porque de tal modo he podido, gracias a este hecho, apreciar toda la generosidad de tu conducta conmigo. En esa lengua me defendiste de los designios de tu hermano, y en esa lengua te ofrezco yo la expresión de mi sincero reconocimiento.

-Te lo agradezco, señora. Era cosa muy natural que me preocupara de una mujer que se encontraba en tu situación. Andaba de caza por los montes cuando llegaron a mi oído algunas detonaciones anormales y continuas; comprendí que se trataba de un asalto a mano armada, y marché al encuentro del fuego, como decimos nosotros en términos guerreros. A Dios gracias, llegué a tiempo, pero ¿sería tal vez demasiado atrevido si te preguntara, oh señora, por cuál motivo una mujer de alto linaje, como eres tú, se ha visto reducida a aventurarse en nuestros montes?

-Soy polaca -contesté-. Mis dos hermanos sucumbieron, no ha mucho, en la guerra contra Rusia; mi padre, a quien dejé yo mientras se preparaba a defender su castillo, sin duda se les ha reunido ya a esta hora, y yo, huyendo por orden de mi padre de todos aquellos estragos, iba en busca de refugio al monasterio de Sabastru, donde mi madre, en su juventud y en circunstancias semejantes, había encontrado asilo seguro.

-Eres enemiga de los rusos, tanto mejor dijo el joven- este título te será poderosa ayuda en el castillo, y nosotros necesitaremos de todas nuestras fuerzas para sostener la lucha que se prepara. Pero ante todo, señora, pues que ya sé quién eres, debes saber también quiénes somos nosotros: el nombre de los Brankovan no te es desconocido, ¿verdad, señora? -Yo me incliné-. Mi madre es la última princesa de este nombre, la última descendiente del ilustre jefe mandado matar por los Cantimir, los viles cortesanos de Pedro I. Casó en primeras nupcias con mi padre, Serban Waivady, príncipe también él, pero de estirpe menos ilustre. Mi padre había sido educado en Viena, y allí pudo apreciar las ventajas de la civilización. Decidió hacer de mí un europeo. Partimos para Francia, Italia, España y Alemania. Mi madre -no le toca a un hijo, lo sé, narrarte lo que te diré, pero, ya que por nuestra salvación es necesario que nos conozcamos bien, reconocerás justos los motivos de esta revelación- mi madre, digo, que durante los primeros viajes de mi padre, mientras era yo aún niño, había tenido culpables relaciones con un jefe de parciales (que con tal nombre, agregó sonriendo Gregoriska, se llaman en este país a los hombres por quienes fuiste agredida), cierto conde Giordaki Koproli, medio griego y medio moldavo, escribió a mi padre confesándole todo y pidiéndole el divorcio, apoyando su demanda en que no quería ella, una Brankovan, continuar siendo por más tiempo mujer de un hombre que se tornaba día a día más extranjero a su patria. ¡Ay! Mi padre no tuvo necesidad de dar su asentimiento a esa petición, que te podrá parecer extraña, pero entre nosotros es cosa muy natural. Él había muerto de un aneurisma que desde mucho tiempo lo atormentaba, y la carta de mi madre la recibí yo. A mí ahora no me quedaba otra cosa que hacer votos sinceros por la felicidad de mi madre, y le escribí una carta, en la que le comunicaba estos votos míos junto con la noticia de su viudez. En aquella carta le pedía también permiso para poder continuar mis viajes, que me fue concedido. Tenía yo la firme intención de establecerme en Francia o Alemania para no encontrarme cara a cara con un hombre que aborrecía, y que no podía amar, quiero decir al marido de mi madre; cuando he aquí que, de improviso, vine a saber que el conde Giordaki Koproli había sido asesinado, según decires, por los viejos cosacos de mi padre. Amaba yo demasiado a mi madre para no apresurarme a regresar a la patria, comprendía su aislamiento y la necesidad en que debía encontrarse de tener junto a ella en tales circunstancias las personas que podían serle queridas. Aun cuando ella nunca se hubiera mostrado muy tierna conmigo, era su hijo. Una mañana llegué inesperadamente al castillo de mis padres. Allí encontré a un joven, a quien al principio tomé por un extranjero, pero luego supe que era mi hermano. Era Kostaki, el hijo del adulterio, legitimado por un segundo matrimonio; Kostaki, la indomable criatura que viste, para quien son leyes sólo sus pasiones, que nada tiene por sagrado aquí abajo fuera de su madre, que me obedece como la tigresa obedece al brazo que la ha domado, pero rugiendo por siempre, en la vaga esperanza de poder devorarme un día. En el interior del castillo, en el hogar de los Brakovan y de los Waivady, yo soy aún el amo; pero fuera de este recinto, en la abierta campiña, él se convierte en el salvaje hijo de los bosques y de los montes, que quiere doblegarlo todo bajo su férrea voluntad.

Cómo hoy él y sus hombres hicieron para ceder, no lo sé; quizá por antigua costumbre, o por un resto de respeto que me tienen. Pero no quisiera arriesgar otra prueba. Permanece aquí, no salgas de esta cámara, del patio, del castillo en suma, y respondo de todo; si das un paso fuera del castillo, no puedo prometerte otra cosa que hacerme matar por defenderte.

-¿No podré entonces -dije yo- según el deseo de mi padre, continuar el viaje hacia el convento de Sabastru?

-Obra, intenta, ordena, yo te acompañaré, pero quedaré en mitad del camino, y tú... tú ciertamente no alcanzarás la meta de tu viaje.

-Pero ¿qué hacer, entonces?

-Quédate aquí, aguarda, toma consejo de los hechos y aprovecha las circunstancias. Suponte haber caído en una caverna de bandidos, y que sólo tu valor podrá sacarte del apuro, tu calma salvarte. Mi madre, a despecho de la preferencia que concede a Kostaki, hijo de su amor, es buena y generosa. Por otra parte, es una Brankovan, vale decir una verdadera princesa. La verás: ella te defenderá de las brutales pasiones de Kostaki. Ponte bajo la protección de ella: sé cortés y te amará. Y en realidad (agregó él con expresión indefinible), ¿quién podría verte y no amarte? Ven ahora al comedor donde mi madre te espera. No demuestres fastidio ni desconfianza: habla polaco: aquí nadie conoce esta lengua; yo traduciré a mi madre tus palabras, y estate tranquila, que sólo diré aquello que sea conveniente decir. Sobre todo ni una palabra de cuanto te he revelado: nadie debe sospechar que estamos de acuerdo. Tú no sabes aún de cuánta astucia y disimulación es capaz el más sincero de entre nosotros. Ven.

Lo seguí por la escalera iluminada de antorchas de resina ardiendo, puestas dentro de manos de hierro que sobresalían del muro. Era evidente que aquella insólita iluminación había sido dispuesta para mí. Llegamos al comedor. Apenas Gregoriska hubo abierto la puerta de aquella sala, y pronunciado en el umbral una palabra en lengua moldava, que después supe significaba la extranjera, vino a nuestro encuentro una mujer de alta estatura. Era la princesa Brankovan. Tenía cabellos blancos entrelazados alrededor de la cabeza, la cual estaba cubierta de un gorro de cibelina, ornado de un penacho, signo de su origen principesco. Vestía una especie de túnica de brocado, el corpiño sembrado de piedras preciosas, sobrepuesta a una larga hopalanda de estofa turca, guarnecida de piel igual a la del gorro. Tenía en la mano un rosario de cuentas de ámbar, que hacía correr rápidamente entre los dedos. Junto a ella estaba Kostaki, vestido con el espléndido y majestuoso traje magiar, en el cual me pareció aún más extraño. Su traje estaba compuesto de una sobrevesta de velludo negro, de ancha mangas, que le caía hasta debajo de la rodilla, calzones de casimir rojo, y los largos cabellos de color negro tirando a azulado le caían sobre el cuello desnudo, rodeado solamente por la orla blanca de una fina camisa de seda. Me saludó torpemente, y pronunció en moldavo algunas palabras para mí ininteligibles.

-Puedes hablar en francés, hermano mío dijo Gregoriska-; la señora es polaca y comprende esta lengua.

Entonces Kostaki dijo en francés algunas palabras casi tan incomprensibles para mí como las que pronunciara en moldavo; pero la madre, tendiendo gravemente el brazo, interrumpió a los dos hermanos. Aparecía claro que intimaba a sus hijos que esperaran a que sólo ella me recibiera. Comenzó entonces en lengua moldava un discurso de cumplimiento, al cual la movilidad de sus facciones daba un sentido fácil de explicarse. Me indicó la mesa, me ofreció una silla cerca de ella, señaló con un gesto la casa toda, como diciendo que estaba a mi disposición, y, sentándose antes que los demás con benévola dignidad, hizo la señal de la cruz y pronunció una plegaria. Entonces cada uno ocupó su lugar propio, establecido por la etiqueta, Gregoriska cerca de mí. Como extranjera, yo había determinado que a Kostaki le tocara el puesto de honor junto a su madre Smeranda. Así se llamaba la condesa. También Gregoriska había mudado de vestimenta. Llevaba él igualmente la túnica magiar y los calzones de casimir, pero aquélla de color granate y estos turquíes. Tenía colgada del cuello una espléndida condecoración, el nisciam del sultán Mahmud. Los otros comensales de la casa cenaban en la misma mesa, cada uno en el sitio que le correspondía según el grado que ocupaba entre los amigos o los servidores. La cena fue triste: Kostaki no me dirigió nunca la palabra, si bien su hermano tuvo siempre la atención de hablarme en francés. La madre me ofrecía de todo con sus propias manos con ese ademán solemne que le era natural; Gregoriska había dicho la verdad: era una verdadera princesa.

Luego de la cena, Gregoriska se acercó a su madre, y le explicó en lengua moldava el deseo que yo debía tener de estar sola, y cuán necesario me sería el reposo después de las emociones de aquella jornada. Smeranda hizo un gesto de aprobación, me tendió la mano, me besó en la frente, como lo hubiera hecho con una hija suya, y me deseó buena noche en su castillo. Gregoriska no se había engañado: yo ansiaba ardientemente aquel instante de soledad. Agradecí por eso a la princesa, quien me condujo hasta la puerta, donde me esperaban las dos mujeres que antes ya me acompañaran en mi cámara. Saludado que hube a la madre y a los dos hijos, volví a mi aposento, de donde saliera una hora antes.


El sofá estaba transformado en lecho. Otros cambios no se habían hecho. Agradecí a las mujeres: les hice comprender que me desvestiría sola, y ellas salieron en seguida con mil testimonios de respeto que querían significar tener órdenes de obedecerme en todo y por todo. Quedé sola en aquella inmensa cámara, que mi candela podía alumbrar apenas en parte. Era un singular juego de luces, una especie de lucha entre el resplandor trémulo de mi cirio y los rayos de la luna que pasaban a través de la ventana sin cortinados. Además de la puerta por la que entrara, y que caía sobre la escalera, habían otras dos en la cámara; pero sus gruesos cerrojos, que se cerraban por dentro, bastaban para tranquilizarme. Miré la puerta de entrada; también ella tenía medios de defensa. Abrí la ventana: daba sobre un abismo. Comprendí que Gregoriska había elegido aquella cámara calculadamente. De vuelta por fin a mi sofá, encontré sobre una mesita puesta junto a la cabecera una tarjeta doblada. La abrí y leí en polaco: Duerme tranquila: nada tienes que temer mientras permanezcas en el interior del castillo. Seguí el buen consejo, y como el cansancio vencía sobre las preocupaciones que me tenían desazonada, me acosté y en seguida me dormí.

Desde aquel momento quedaba fijada mi permanencia en el castillo y tenía principio el drama que voy a narrarles.

Los dos hermanos se enamoraron de mí, cada uno según su índole. Kostaki me confesó de improviso, al día siguiente, que me amaba, y declaró que sería suya y no de otro, y que me mataría antes que cederme a quienquiera que fuese. Gregoriska no me dijo nada, pero se mostró lleno de amor y de consideraciones conmigo. Para complacerme puso en práctica todos los medios de su refinada educación, todos los recuerdos de una juventud transcurrida en la más nobles Cortes de Europa. ¡Ay! No era cosa tan difícil pues ya el primer sonido de su voz me había acariciado el alma, y ya su primera mirada me había serenado el corazón. Al cabo de tres meses Kostaki me había repetido cien veces que me amaba, y yo lo odiaba; Gregoriska aún no me había dicho una palabra de amor y yo sentía que cuando él lo deseara sería toda suya.

Kostaki había renunciado a sus incursiones. Encerrado siempre en el castillo, había cedido momentáneamente el mando a un lugarteniente, quien de cuando en cuando venía a pedirle órdenes, y en seguida desaparecía. También Smeranda había concebido por mí una amistad apasionada, cuyas expresiones me causaban temor. Protegía ella visiblemente a Kostaki, y parecía celosa de mí más aún de lo que él lo fuera. Pero como no hablaba polaco ni francés, y yo no comprendía el moldavo, ella no tenía modo de insistir ante mí en favor de su hijo predilecto. Había sin embargo aprendido a decir en francés unas palabras que me repetía siempre cuando posaba sus labios en mi frente:

-¡Kostaki ama a Edvige!...

Un día recibí una noticia horrible que colmó mi desventura. Los cuatro hombres sobrevivientes del combate habían sido puestos en libertad y regresado a Polonia, prometiendo que uno de ellos, antes de que pasaran tres meses, volvería para darme noticias de mi padre. En efecto, una mañana se presentó de nuevo uno de ellos. Nuestro castillo había sido tomado, incendiado, destruido, y mi padre se había hecho matar defendiéndolo. En adelante estaba sola en el mundo. Kostaki redobló sus insinuaciones, y Smeranda sus ternuras; pero esta vez aduje como pretexto mi duelo por la muerte de mi padre. Kostaki insistió diciendo que cuanto más sola me encontraba tanto más necesidad tenía de apoyo, y su madre insistió al par y acaso más que él.

sábado, 28 de enero de 2012

Frase de la semana

Aunque personalmente me satisfaga que se hayan inventado los explosivos, creo que no debemos mejorarlos.

Winston Churchill

lunes, 23 de enero de 2012

REFLEXIONES GRIPALES


A veces pasan cosas a tu alrededor que te hacen reflexionar. Pararte en medio del camino, y echar un vistazo sobre tu hombro, a ver qué ha pasado en tu vida mientras tú estabas entretenida en otro sitio. La gripe es una de ellas. Demasiadas horas encerrada entre cuatro paredes y con el cerebro metido en un inmenso charco de arenas movedizas, es lo que tiene. Reflexionas lento, eso sí, pero reflexionas. Aunque sólo sea por puro aburrimiento.
            Otras veces son los amigos los que consiguen que pienses en algo que no te habías detenido a considerar antes. Por supuesto, los míos lo hacen sin querer. Cualquiera que me conozca lo mínimo sabe que no es buena idea intentar hacerme considerar nada si yo no estoy dispuesta. Reticente no es la palabra más exacta para definirme. “Bruja testaruda” es, probablemente, más exacto. El caso es que, en ocasiones, de una conversación normal y corriente pueden salir cosillas interesantes. Te encuentras dando una opinión —que no un consejo. No tengo por costumbre aceptar consejos, así que muy rara vez los doy— que ni siquiera eras consciente de tener, y te paras y piensas: “¿Eh? Y esto, ¿de dónde ha salido?”. Y ahí está: horas de diversión asegurada en el interior de tu propia mente. Insustituible, única y totalmente gratuita. ¿Quién puede dar más por menos?
            Mi última reflexión empezó con un correo de una amiga a la que llamaré Quinientos E por motivos que ella conoce, y que los demás no tenéis por qué entender. El caso es que Quinientos E estaba cabreada. Otra vez. Y es que los homo sapiens tenemos la mala costumbre de incrustar el pie en el mismo piedro una vez y otra, y otra, y otra y… Bien, ya sabéis dónde quiero llegar. Y aquí, mi amiga, que ya había salido con una uña de menos en su última experiencia con cierto foro de escritores wann…Uy, perdón. El lenguaje políticamente incorrecto, que se me escapa sin querer. Quería decir: “foro de escritores en ciernes”, cómo no, faltaría más. Decía que, no contenta con haberse dado de cabezazos contra ese primer foro, fue a parar a otro del mismo palo. Y si en el primero había escritores wann… eh… en ciernes, con cierta técnica, en el segundo, al parecer, apenas pasaban de juntaletras incapaces de distinguir un “haber” de un “a ver”. Por supuesto, con su correspondiente claque de admiradores, cómo no. Internet es lo que tiene: siempre puedes encontrar a alguien tan idiota como tú, dispuesto a dorarte la píldora a cambio de recibir el mismo tratamiento. En plan yo te lamo lo tuyo y tú lo mío, colega, que los humanos venimos mal diseñados al mundo y carecemos de un doble juego de articulaciones, tú ya me entiendes.
            Nunca dejará de asombrarme lo mucho que proliferan estas cosas, la verdad.
            En fin, el caso es que, tras recriminarle a Quinientos E su necesidad de ponerse —una vez más— en el punto de mira de semejantes elementos en lugar de confiar en su propia valía, recibí su respuesta en la que, además de otras cosas, ella se lamentaba de haber sido considerada desde siempre como una “pedante”.
            Y aquí es donde llego —por fin, sí— al punto clave de mi reflexión.
            ¿Pedante? ¿De verdad? Quiero decir… ¿Por qué? No intento animar a mi amiga, conste. No intento disimular sus defectos, ni ensalzar sus virtudes ni, como un Marco Antonio cualquiera, he venido aquí a cantar sus alabanzas. No le hace maldita la falta, aunque ella pueda pensar que sí. Sólo estoy… sorprendida.
            En serio, lo estoy. Sinceramente, además.
            No voy a decir que nunca me hayan tratado de pedante. Me han llamado tantas cosas, y tan pocas buenas, que supongo que ese adjetivo estará incluido en la larguísima lista de lo que los demás consideran mis defectos. Y digo “supongo” porque la opinión de los demás acerca de mi poco humilde persona me la come en sí sostenido, y rara vez le presto atención para algo más que no sea echarme unas risas incrédulas. La admiración o la crítica de los demás es como la sombra: no me hace ni más pequeña, ni más grande, y basar la visión de mí misma en la imagen que otros tienen de mí, otros que, en su mayor parte, no me conocen ni un poco, es si no ya estúpido, al menos poco práctico, y si algo soy, es práctica. La única opinión que me importa es la mía, y soy el único ser humano al que me esfuerzo por mantener satisfecho por encima de todo.
            Así que es probable que alguien haya dicho de mí que soy pedante, como lo dijeron de mi amiga.
            Bueno, ¿y qué?
            En realidad, no es más que otro de los muchísimos ejemplos de que la gente utiliza el lenguaje con una despreocupación rayana en lo homicida.
            He cruzado con Quinientos E un buen número de correos. He compartido alguna confidencia, jugado a escribir con ella, y disfrutado de su conversación en la terraza de un bar coruñés, arropadas por un par de tazas de café, varios cigarrillos y unas cuantas de horas de diálogo fluido en el que no hubo en ningún momento una de esas pausas incómodas que se producen cuando el otro no entiende tus referencias o, lo que para mí es peor, tú no entiendes alguna de esas palabras que no significan lo que tu interlocutor cree que significan.
            Y no me pareció en ningún momento que hiciera alarde vano de erudición, falsa o no, que es precisamente lo que significa el adjetivo “pedante”. Sí me dio la impresión, sin embargo, de ser una mujer culta, con un amplísimo abanico de intereses que abarcan los temas más peregrinos, y un uso tan preciso del lenguaje que casi podría clasificarlo de quirúrgico. Algo que, al menos para mí, es de agradecer después de tanto mal imitador de tertulianos televisivos, analfabetos funcionales casi todos ellos. Os lo he dicho: yo no uso lenguaje SMS ni cuando tecleo en el móvil, ni maldita la falta que me hace. No uso tampoco la palabra más rebuscada para decir lo que quiero decir, pero sí la más correcta. Y si mi interlocutor no la entiende… ¿Por qué soy yo la pedante, y no él el patético inculto? Si quien habla conmigo no sabe lo que significa, por poner un ejemplo sencillo, “enjundia” (me ha pasado); si es incapaz de traducir un latinajo tan simple y manido como “tu quoque, fili mi” (me ha pasado); si no entiende una referencia tan simple como “Por eso no beberé de la copa que está frente a vos” (me ha pasado), o es incapaz de completar una cita tan conocida como “Ay, mísero de mí” (por supuesto, también me ha pasado)… ¿Por qué es a mí a quien hay que atacar? O a mi amiga, ya puestos. O a un montón de gente que hay por ahí, que ya no sabe cómo disimular lo que sabe por no recibir un “pedante” en toda la jeta.
            A ver si lo he entendido: cuando alguien demuestra una carencia cultural que se aproxima a lo insultante, no es él quien tiene el fallo. Eres tú, que te comportas como un “pedante”. No es él quien está fuera de lugar, lo estás tú. Así que debes corregirte de inmediato y empezar a hablar como si tuvieras algo personal en contra del idioma, o deberás atenerte a las consecuencias, cerebrito.
            Curioso, cuando menos. Divertido a su manera patética. Claro que sólo si tienes un sentido del humor algo más que depravado, como es mi caso.
            En fin, qué más da. En realidad, adoro vivir en un mundo en que la cultura es un estigma que hay que esconder con rubor y desagrado. Al fin y al cabo, si no hubiera idiotas, ¿qué nos quedaría?
            Pero para todos los que todavía os sentís mal cuando os tachan de pedantes, os sugiero que le digáis al inculto de turno que no lo sois. Que sois “prepotentes”. Y cuando el inculto, que no habrá visto un diccionario ni por el lomo, crea que con eso os llama “arrogantes”, decidle que sí, que lo sois. Tomándolo bajo la acepción de “soberbios”, naturalmente.
            Y que lo entiendan los que quieran o puedan… Que serán pocos.
            Pero muy selectos.

domingo, 22 de enero de 2012

La dama pálida II

De pronto se oyó la detonación de un arma de fuego y el silbar de una bala. La canción quedó interrumpida, y el guía, herido de muerte, se precipitó al abismo, mientras su caballo se detenía temblando y tendiendo la inteligente testa hacia el fondo del precipicio, donde desapareciera su dueño. Al mismo tiempo, se levantó por los aires un grito estridente, y sobre los flancos de la montaña vimos aparecer una treintena de bandidos: estábamos completamente rodeados. Cada uno de los nuestros empuñó un arma, y bien que tomados inopinadamente, mis acompañantes, como que eran viejos soldados avezados al fuego, no se dejaron intimidar, y se pusieron en guardia. Yo misma, dando el ejemplo, empuñé una pistola, y conociendo bien cuán desventajosa era nuestra situación, grité: ¡Adelante!, y di con la espuela a mi caballo que se lanzó a toda carrera hacia la llanura. Pero teníamos que vérnosla con montañeses que brincaban de roca en roca como verdaderos demonios de los abismos, que aun saltando, hacían fuego, manteniendo a nuestros flancos la posición tomada. Por lo demás, nuestro plan había sido previsto. En un punto donde el camino se ensanchaba y la montaña se allanaba un poco, aguardaba nuestro paso un joven a la cabeza de diez hombres a caballo. Cuando nos vieron, pusieron al galope sus cabalgaduras, y nos asaltaron de frente, mientras aquellos que nos perseguían bajaban saltando en gran cantidad, y cortada de tal modo nuestra retirada, nos rodeaban por todas partes.

La situación era grave; sin embargo, acostumbrada desde niña a las escenas de guerra, pude apreciarla sin que se me escapara una sola circunstancia. Todos aquellos hombres, vestidos de pieles de carnero, llevaban inmensos sombreros redondos, coronados de flores naturales al modo de los húngaros. Cada uno de ellos manejaba un largo fusil turco, que agitaban vivamente luego de haber disparado, dando gritos salvajes, y en la cintura portaba un sable corvo y dos pistolas. Su jefe era un joven de apenas veintidós años, de tez pálida, de ojos negros y cabellos ensortijados que le caían sobre las espaldas. Vestía la casaca moldava guarnecida de piel y ajustada al cuerpo por una faja con listas de oro y seda. En su mano resplandecía un sable corvo, y en su cintura relucían cuatro pistolas. Durante la lucha daba gritos roncos e inarticulados que parecían no pertenecer al habla humana, y sin embargo eran una eficaz expresión de sus deseos, pues a aquellos gritos obedecían todos sus hombres, ora echándose a tierra boca abajo para esquivar nuestras descargas, ora levantándose para disparar a su vez, haciendo caer a aquellos de nosotros que aún estaban de pie, matando a los heridos, haciendo en suma de la lucha una carnicería. Yo había visto caer uno después del otro los dos tercios de mis defensores.

Cuatro estaban aún ilesos y se apretaban a mi alrededor, no pidiendo una gracia que tenían la certidumbre de no conseguir, y pensando sólo en vender la vida lo más cara que fuese posible. Entonces el joven jefe dio un grito más expresivo que los anteriores, tendiendo la punta de su sable hacia nosotros. En verdad aquella orden significaba que debía rodearse nuestro último grupo de un cerco de fuego y fusilarnos a todos juntos, pues de un golpe vimos apuntarnos todos aquellos largos mosquetes.

Comprendí que había llegado la hora final. Alcé los ojos y las manos al cielo, murmurando una última plegaria, y aguardé la muerte. En ese instante vi, no descender sino precipitarse de peña en pena, un joven que se detuvo enhiesto sobre una roca que dominaba la escena, semejante a una estatua en un pedestal, y, extendiendo la mano hacia el campo de batalla, pronunció esta sola palabra: "¡Basta!" Todas las miradas se volvieron a esa voz, y cada uno pareció obedecer al nuevo amo. Sólo un bandido apuntó de nuevo su fusil e hizo el disparo. Uno de nuestros hombres dio un grito; la bala le había roto el brazo izquierdo. Se volvió al punto para lanzarse sobre el que le hiriera, pero aún no había hecho cuatro pasos su caballo, que un relámpago brilló por encima de nosotros y el bandido rebelde cayó herido por una bala en la cabeza... Tantas y tan diversas emociones habían acabado mis fuerza; me desvanecí. Cuando recobré los sentidos, me hallé acostada sobre la hierba, con la cabeza apoyada en las rodillas de un hombre, de quien no veía sino la mano blanca y cubierta de anillos rodeándome el cuerpo, mientras ante mí estaba parado, de brazos cruzados y la espada bajo la axila, el joven jefe moldavo que dirigiera el asalto contra nosotros.

-Kostaki -decía en francés y con gesto autoritario el que me sostenía- que tus hombres se retiren de inmediato. Déjame al cuidado de esta joven.

-Hermano, hermano -respondió aquel a quien eran dirigidas tales palabras, y que parecía contenerse con esfuerzo- cuídate de no cansar mi paciencia; yo te dejo el castillo, déjame a mí el bosque. En el castillo tú eres el amo, pero aquí yo soy todopoderoso. Aquí me bastaría una sola palabra para obligarte a obedecerme.

-Kostaki, yo soy el mayor; lo que quiere decir que soy amo en todas partes, así en el bosque como en el castillo, allá y aquí. Como a ti, me corre por las venas la sangre de los Brankovan, sangre real que tiene el hábito de mandar, y yo mando.

-Manda a tus servidores, Gregoriska, no a mis soldados.

-Tus soldados son bandidos, Kostaki... bandidos que haré ahorcar en las almenas de nuestras torres si no me obedecen al instante.

-Bien, intenta darles una orden.

Sentí entonces que quien me sostenía retiraba su rodilla, y colocaba suavemente mi cabeza sobre una piedra.

Lo seguí ansiosa con la mirada y pude examinar a aquel joven que cayera, por así decirlo, del cielo en medio de la refriega, y que yo había podido ver apenas, estando desmayada, mientras aparecía a punto en escena. Era un joven de veinticuatro años, de alta estatura y con dos grandes ojos celestes y resplandecientes como el relámpago, en los que se leía una extraordinaria decisión y firmeza. Los largos cabellos rubios, indicio de la estirpe eslava, le caían sobre las espaldas como los del arcángel Miguel, circundando dos mejillas rubicundas y frescas; sus labios realzados por una sonrisa desdeñosa, dejaban ver una doble hilera de perlas. Vestía una especie de túnica de velludo negro, calzones ceñidos a las piernas y botas bordadas; en la cabeza tenía un gorro puntiagudo ornado de una pluma de águila; en la cintura portaba un cuchillo de caza, y al hombro una pequeña carabina de dos caños, cuya precisión había aprendido a apreciar uno de los bandidos. Extendió la mano, y con ese gesto imperioso pareció imponerse hasta a su hermano. Pronunció algunas palabras en lengua moldava, las cuales parecieron causar profunda impresión sobre los bandidos. Entonces, a su vez, habló en la misma lengua el joven jefe, y me pareció que su discurso estaba lleno de amenazas y de imprecaciones.

A aquel largo y vehemente discurso el hermano mayor contestó con una sola palabra. Los bandidos se sometieron; hizo un gesto, y los bandidos se reunieron detrás de nosotros.

-¡Bien! Sea, pues, Gregoriska -dijo Kostaki volviendo a hablar en francés-. Esta mujer no irá a la caverna, pero no por ello será menos mía. La encuentro hermosa, la he conquistado yo y la quiero yo.

Así diciendo, se lanzó hacia mí y me levantó entre sus brazos.

-Esta mujer será llevada al castillo y entregada a mi madre, yo no la abandonaré -dijo mi protector.

-¡Mi caballo! -gritó Kostaki en lengua moldava.

Varios bandidos se apresuraron a obedecer, condujeron a su señor la cabalgadura pedida... Gregoriska miró en torno, asió las bridas de un caballo sin dueño, y saltó a la silla sin tocar los estribos. Kostaki, bien que me tenía aún apretada entre sus brazos, montó en la silla casi tan ágilmente como su hermano, y partió a todo galope. El caballo de Gregoriska pareció haber recibido el mismo impulso y fue a ponerse pegado al flanco y al pescuezo del corcel de Kostaki. Extraño de verse eran aquellos dos caballeros que volaban el uno junto al otro, taciturnos, silenciosos, sin perderse de vista un solo instante, aun cuando aparentaran no mirarse, y se entregaban por entero a sus cabalgaduras, cuya impetuosa carrera los llevaba a través de bosques, rocas y precipicios.

Tenía la cabeza caída, y esto me permitía ver los bellos ojos de Gregoriska fijos en mí. Kostaki lo advirtió, me levantó la cabeza, y ya no vi más que su tétrica mirada devorándome. Bajé los párpados, pero en vano; a través de su velo, veía no obstante siempre aquella mirada relampagueante que me penetraba hasta las vísceras y me punzaba el corazón. Entonces me acaeció una extraña alucinación; me parecía ser la Leonora de la balada de Bürger, llevada por el caballo y el caballero fantasmas, y cuando sentí que se me cerraban abrí los ojos amedrentada, tan persuadida estaba de ver alrededor mío sólo cruces rotas y tumbas abiertas. Vi algo un poco más alegre; era el patio interno de un castillo moldavo construido en el siglo XIV.

sábado, 21 de enero de 2012

Frase de la semana

Crecí besando libros y pan... Desde que besé a una mujer, mis actividades con el pan y los libros perdieron interés. 

Salman Rushdie

domingo, 15 de enero de 2012

La dama pálida I

Soy polaca, nacida en Sandomir, vale decir en un país donde las leyendas se tornan artículos de fe, donde creemos en las tradiciones de familia como y -acaso más que- en el Evangelio. No hay castillo entre nosotros que no tenga su espectro, ni una cabaña que no tenga su genio familiar. En la casa del rico como en la del pobre, en el castillo como en la cabaña, se reconoce el principio amigo y el principio enemigo.

A veces estos dos principios entran en lucha y se combaten. Entonces se escuchan ruidos tan misteriosos en los corredores, rugidos tan horrendos en las antiguas torres, sacudidas tan formidables en las murallas, que los habitantes huyen de la cabaña como del castillo, y aldeanos y nobles corren a la iglesia en procura de la cruz bendita o de las santas reliquias, únicos resguardos contra los demonios que nos atormentan. Pero otros dos principios más terribles aún, más furiosos e implacables, se encuentren allí enfrentados: la tiranía y la libertad.

El año 1825 vio empeñarse entre Rusia y Polonia una de esas luchas en las cuales creyérase agotada toda la sangre de un pueblo, como a menudo se agota la sangre de una familia entera. Mi padre y mis dos hermanos, rebelados contra el nuevo zar, habían ido a alinearse bajo la bandera de la independencia polaca, postrada siempre, siempre renacida. Un día supe que mi hermano menor había sido muerto; otro día me anunciaron que mi hermano mayor estaba mortalmente herido; y por fin, después de una jornada angustiosa, durante la cual yo había escuchado aterrorizada el tronar siempre más cercano del cañón, vi llegar a mi padre con un centenar de soldados de a caballo, residuo de tres mil hombres que él comandaba.

Había venido a encerrarse en nuestro castillo con la intención de sepultarse bajo sus ruinas. Mientras no temía nada por él, temblaba por mí. Y en efecto, para él era único riesgo la muerte, porque estaba segurísimo de no caer vivo en manos del enemigo; pero a mí me amenazaba la esclavitud, el deshonor, la vergüenza. Mi padre escogió diez hombres entre los cien que le quedaban, llamó al intendente, le hizo entrega de cuanto dinero y objetos preciosos poseíamos y, recordando que -en ocasión de la segunda división de Polonia- mi madre, casi niña aún, había encontrado un asilo inaccesible en el monasterio de Sabastru, situado en medio de los montes Cárpatos, le ordenó conducirme a aquel monasterio que abriría a la hija, como hacía tiempo a la madre, sus hospitalarias puertas.

A despecho del gran amor que mi padre alimentaba por mí, nuestros saludos no fueron largos. Según todas las probabilidades, los rusos debían llegar el día siguiente a la vista del castillo, por lo que no había tiempo que perder. Me puse de prisa un vestido de amazona, con el que solía acompañar a mis hermanos en la caza. Me trajeron ensillado el mejor caballo de la cuadra; mi padre me puso en los bolsillos del arzón sus propias pistolas, obras maestras de las fábricas de Tula, me abrazó y dio la orden de partida.

Durante aquella noche y el día siguiente recorrimos veinte leguas, costeando uno de esos ríos sin nombre que desembocan en el Vístula. Esta primer doble etapa nos había sustraído al peligro de caer en manos de los rusos. El sol se dirigía al tramonto, cuando vimos brillar las nevadas cimas de los Cárpatos.

Hacia la noche del día siguiente llegamos a su pie: al fin, en la mañana del tercer día, comenzamos a avanzar por una de sus gargantas. Nuestros Cárpatos no se parecen a los fértiles montes del occidente de ustedes. Cuanto la naturaleza tiene de extraordinario y grandioso se presenta allí en toda su majestad. Sus tempestuosas cumbres se pierden en las nubes cubiertas de eternas nieves; sus inmensos bosques de abetos se inclinan sobre el terso espejo de lagos que por su vastedad semejan mares; y de aquellos lagos, jamás navecilla alguna ha surcado sus ondas, jamás redes de pescadores turbaron su cristal profundo como el azul del cielo; apenas, de tiempo en tiempo, resuena allí la voz humana, haciendo escuchar un canto moldavo al que contestan los gritos de los animales selváticos: y cantos y gritos van a desvelar algún solitario eco, atónito de que un ruido cualquiera le haya revelado su propia existencia. Por millas y millas se viaja allí bajo la umbría bóveda de los bosques entrecruzados de las inesperadas maravillas que la soledad nos descubre a cada instante, y que hacen pasar nuestro ánimo del estupor a la admiración. Ahí doquiera hay peligro, y el peligro se compone de mil riesgos diversos; pero no se tiene tiempo para atemorizarse, tan sublimes son aquellos riesgos. Aquí hay alguna cascada a la que dio origen imprevistamente la licuefacción de los hielos y que, saltando de roca en roca, invade de pronto el angosto sendero que se recorre, trazado por el paso de las fieras en fuga y del cazador que las persigue; allí hay árboles minados por el tiempo, que se desprenden del suelo y se derrumban con horrible estrépito semejante al de un terremoto; en otra parte, en fin, son los huracanes los que nos envuelven de nubes, en medio de las cuales se ve centellear, extenderse y contorsionarse el relámpago, como sierpe inflamada. Luego, tras de haber superado aquellas moles agrestes, aquellos bosques primitivos, tras de encontraros en medio de gigantescas montañas y bosques interminables, nos vemos ante inmensos páramos, como mares que tienen también sus ondas y sus tempestades, áridas y gibosas estepas, donde la vista se pierde en un horizonte sin límite. Entonces no es terror lo que experimentamos, sino una triste y profunda melancolía, de la cual nada hay que pueda distraernos, porque el aspecto de la región, por lejos que se alargue nuestra mirada, es siempre el mismo. Ascendamos o descendamos las cien veces iguales pendientes, buscando en vano un camino trazado: al hallarnos tan perdidos en aquel aislamiento, en medio de desiertos, nos creemos solos en la naturaleza, y nuestra melancolía se convierte en desolación. Nos parece inútil caminar más adelante, porque no vemos una meta para nuestros pasos; no encontramos una aldea, ni un castillo, ni una cabaña, ni en suma vestigio de humana morada. Sólo de cuando en cuando, como una tristeza más en aquella región melancólica, un pequeño lago sin cañas, sin arbustos, dormido en el fondo de un barranco, casi otro mar Muerto, nos cierra el camino con sus verdes aguas, sobre las cuales se levantan al acercarnos algunas aves acuáticas de gritos prolongados y discordantes. Rodeamos ese lago, trasponemos el collado que está delante de nosotros, descendemos a otro valle, superamos otra colina, y así sucesivamente, hasta que hayamos llegado a los comienzos de la cadena de montes que van siempre disminuyendo más. Pero si al concluir esa cadena nos volvemos hacia el mediodía, la región recobra un carácter majestuoso, se nos presenta una naturaleza más grandiosa y descubriremos otra cadena de montañas más altas, de forma más pintoresca, de más rica vegetación, toda cubierta de espesos bosques, toda surcada de arroyos: con la sombra y con el agua renace también la vida en aquella comarca; se escucha ya el tañido de la campana de una ermita, y sobre el flanco de aquella montaña se ve serpentear una caravana. Por fin, a los últimos rayos del sol poniente se perciben desde lejos, a guisa de bandada de pájaros blancos, apoyándose las unas en las otras, las casas de una aldea, que parece que se hubieran agrupado en cierto modo para defenderse de un asalto nocturno; pues con la vida ha vuelto el peligro: aquí no se luchará con osos y lobos, como en aquellas altas montañas, sino con hordas de bandidos moldavos.

Entretanto nos acercábamos a nuestra meta. Diez días de camino habían transcurrido sin ningún incidente. Ya distinguíamos la cumbre del monte Pion, que se eleva sobre toda aquella familia de gigantes, y sobre cuya vertiente meridional está situado el convento de Sabastru al cual yo me trasladaba. Tres días más, y nos hallábamos al término de nuestro viaje. Eran los últimos días de julio. Habíamos tenido una jornada muy cálida, y hacia las cuatro respirábamos con ansioso deleite las primeras brisas del atardecer. Habíamos dejado atrás hacía poco las torres ruinosas de Niantzo. Bajábamos a una llanura que empezábamos a ver a través de una hendidura de la montaña.

Desde el sitio donde estábamos, ya podíamos seguir con la vista el curso del Bistriza, de riberas esmaltadas de bermejeantes viñedos y de altas campánulas de flores blancas. Bordeábamos un abismo en cuyo fondo corría el río, que en aquel lugar tenía apenas forma de torrente, y nuestras cabalgaduras tenían escaso espacio para caminar dos de frente. Nos precedía un guía, quien, inclinado de flanco sobre la grupa de su caballo, cantaba una canción morlaca, cuyas palabras seguía con singular atención. El cantor era también al mismo tiempo el poeta. Necesitaría ser uno de aquellos montañeses para poder expresarnos la melancolía de su canción con su salvaje tristeza, con toda su profunda sencillez. Las palabras de la canción eran poco más o menos las siguientes:

"¡Vean allí ese cadáver en la palude de Stavila, donde corriera tanta sangre de guerreros! No es un hijo de Iliria, no; es un feroz bandido, que después de haber engañado a la gentil María, robó, exterminó, incendió.

"Rauda como el relámpago una bala ha venido a atravesar el corazón del bandido; un yatagán le ha tronchado el cuello. Pero, oh misterio, después de tres días, su sangre, tibia aún, riega la tierra bajo el pino tétrico y solitario y ennegrece el pálido Ovigan.

"Sus ojos turquíes brillan siempre; huyamos, huyamos: guay de quien pase por la palude cerca de él: ¡es un vampiro! El feroz lobo se aleja del impuro cadáver, y el fúnebre buitre huye al monte de calvo frontis."

(continuará)

sábado, 14 de enero de 2012

Frase de la semana

Cualquier hombre puede llegar a ser feliz con una mujer, con tal de que no la ame. 

Oscar Wilde

martes, 10 de enero de 2012

Convención de Narratología Preternatural Hispana

El pasado 31 de febrero, en una importante capital de provincia cuyo nombre obviaremos por razones de seguridad, se celebró la primera Convención de Narratología Preternatural Hispana. El evento, organizado por la Presidencia Federativa de Fantasía Pertinaz (P. F. F. P.), contó con diversas actividades relacionadas con la literatura, como talleres de corte y confección, concursos de disfraces, actuaciones de funambulismo, karaoke, desfiles de modelos en ropa interior y firmas de ejemplares. Lo que puede leerse en los siguientes párrafos es una transcripción de la charla titulada El Narratólogo Preternatural Patrio y los Demonios que lo Acechan, que se celebró ante un limitado público asistente. A día de hoy, la verdadera identidad del hombre que ofició de moderador sigue siendo un misterio.
« C. Prieto: Muy buenas tardes a todos. Mi nombre es Curro Prieto, Currito para los amigos. Parece que la organización ha considerado que soy la persona más idónea para moderar la charla, aunque reconozco que no estoy muy familiarizado con nada de todo esto. En cualquier caso, sean todos bienvenidos a la primera edición de Narratología Preternatural Hispana. Nuestro objetivo es darle un repaso al panorama literario fantástico patrio de más candente actualidad, centrándonos en sus aspectos más generales. Dicho de otro modo. No se pretende ahondar en grandezas y miserias de ninguna clase. Sólo disfrutar de una tertulia improvisada, dentro de un ambiente distendido y agradable. Permítanme que recurra a las tarjetas que me han preparado para presentar a los ponentes. En primer lugar, tenemos a Primus Maximus, autor de la exitosa saga de Fantasía Épica “Dragones, escamas y quemaduras de tercer grado”.
Primus Maximus: Buenas tardes, Carlos. Para mí representa un orgullo y una satisfacción estar aquí, en este marco inconmensurable, para departir con tan selecta concupiscencia.
C. Prieto: Curro. Me llamo Curro. Perdone mi ignorancia, pero, ya que estamos con los nombres… El suyo me parece realmente peculiar. ¿Tiene reminiscencias greco-latinas?
Primus Maximus: Eres un hombre observador, Cosme. Pero me temo que tu curiosidad está embocada a la decepción. En realidad me llamo Gervasio Celedoniez. Sin embargo, quisieron los embates del destino que mi editorial, con muy buen criterio, considerara precioso un cambio de nomenclatura, para que el público relacionase mi persona con un escritor de origen foréneo y así aumentar las ventas potentadas.
El moderador parpadea un par de veces, confuso. Desde el fondo de la sala, alguien le hace señas para que continúe como si no pasara nada.
C. Prieto: Esto… Bien. Junto al señor Maximus tenemos a Bloody Divine, escritora revelación del género emo gótico juvenil y ganadora del premio “Soledades Desoladas” de novela corta con su ópera prima “Nívea es mi carne”.
Bloody Divine: La vida es dolor. Los años, escobas que barren hacia la fosa. Somos como fuegos fatuos que se precipitan hacia su propia extinción. Permíteme decirte, Currito, que las nalgas que rematan tu poderosa espalda hacen honor a ese apellido que gastas.
C. Prieto: Vaya. Muchas gracias, supongo. Veamos la siguiente tarjeta… Hummm… Sí. Nos acompaña Cándido Rubio, administrador del portal web “www.escritoresinbarreras.com” y miembro fundador del colectivo “Mi ciudad también aporrea la tecla tanto como puede, no se vayan a pensar”.
Cándido Rubio: Buenas tardes a todos. Tengo contacto con la mayoría de vosotros a través de internet desde hace un montón de tiempo, y ya tenía ganas de conoceros en persona. Para mí es un placer estar entre tantos amigos. Espero que después salgamos a cenar y a tomar unas birras juntos.
C. Prieto: Seguro que sí, pero antes disfrutemos de la charla. Presento al último invitado y nos ponemos a ello. ¿Dónde está la tarjeta? Sí, aquí. Por último, pero no por ello menos importante, contamos también con la presencia de Rigoberto Tizón, artista autodidacta y multidisciplinar con dos discos de hard rock melódico a la venta en su sitio web, varias exposiciones de pintura realizadas a lo largo de la geografía española y seis antologías de relatos cortos publicadas por la editorial Panfletos Recalcitrantes.
Rigoberto Tizón: Saludos, gente. Todo esto me enrolla.
C. Prieto: Sean todos bienvenidos. Creo que una buena forma de empezar es respondiendo a una simple pregunta, y que a partir de ese punto la conversación vaya tomando los derroteros que ella misma elija. ¿Os parece? Perfecto. Ahí va la pregunta. ¿Cómo definiríais el estado actual de la literatura fantástica en nuestro país?
Primus Maximus: Bueno, mi querido amigo Calixto, si tuviera que definirlo con una sola palabra, esa sería “ambivalente”. Tenemos infinidad de buenos escritores dentro de nuestras fronteras. Yo mismo he sido testigo oclusar de ello, pues muchos son amigos personales míos y he tenido el privilegio de leer sus novelas. Por eso, puedo asegurar que hay cantidades sinusitadas de talento, pero las grandes editoriales no confían en los escritores de nueva hornada. Hasta hace muy poco tiempo, un escritor patrio que trabajase la fantasía estaba condenado a fracasar ostentosamente. Por suerte, la tendencia parece cambiar. Están surgiendo nuevas editoriales que apuestan por nosotros y creo que podemos ser optimistas acerca del futuro.
Cándido Rubio: Me gustaría compartir ese optimismo, pero conozco a casi todos en este mundillo, y yo diría que la situación no es tan brillante como pueda parecer en un principio.
Primus Maximus: La evidencia es perentoria, amigo mío. Basta con darse una vuelta por una cantidad infinitesimal de blogs, foros y portales web para darse cuenta de ello.
Cándido Rubio: Todos esos sitios no reflejan la realidad. Las editoriales pequeñas distan mucho de ser la mejor de las opciones. Cierto que es mucho más fácil publicar con ellas, pero tienen más pegas que ventajas.
Primus Maximus: Pues yo diría que son la mejor opción para alguien que empieza. Las pequeñas editoriales de hoy, serán las grandes del mañana.
Cándido Rubio: No estoy de acuerdo.
Primus Maximus: Estoy seguro de que lo estarías si fueras más comulgativo.
Cándido Rubio: Tenemos el caso de Bloody, sin ir más lejos. Da la casualidad de que es mi pareja actual, así que puedo hablar con datos de primera mano. Ha pasado más de un año desde la publicación de “Nívea es mi carne”, y la editorial que organizó el concurso “Soledades Desoladas” aún no ha cumplido con su parte del contrato. A día de hoy, Bloody no ha cobrado todo el dinero que se le prometió en su momento. Ni siquiera la mitad de ese dinero. Por eso, no creo que sea bueno confiar en según qué editoriales. Se pueden decir muchas cosas de las grandes, pero tiendo a pensar que esto no le habría pasado, si hubiera publicado su novela con una de ellas. ¿Verdad, cariño?
Bloody Divine: Ignoro por completo a qué se refiere usted, caballero.
Cándido Rubio: Vamos, vida mía. Díselo. Dile lo complicadas que son las cosas.
Bloody Divine: ¿Por qué insiste usted en hablarme con esa familiaridad? No creo haberle dado pie para ello en ningún momento.
Cándido Rubio: ¿A qué viene todo esto? ¿Es por la cláusula de confidencialidad? No pasa nada, pastelito. Estamos entre amigos.
Bloody Divine: En serio. No conozco de nada a este hombre.
C. Prieto: Me dicen que se os ha visto entrar juntos al pabellón. De hecho, hace apenas unos instantes, los dos estabais cogidos de la mano en actitud bastante cariñosa...
Bloody Divine: Eso es una calumnia. Voy a demandaros a todos por difamación. Atentáis contra mi honor y mi imagen pública. Sois unos desgraciados. Y unos mediocres.
Cándido Rubio: Pero… Mi amor… ¿Por qué dices esas cosas tan crueles? No puedo creer que después de todo lo que hemos pasado juntos…
Bloody Divine: ¿Hay alguien de la organización por ahí? Me gustaría sentarme tan lejos de este desagradable sujeto como sea posible. Es más. Lo exijo. Inmediatamente. O me voy de aquí ahora mismo. Con la cabeza bien alta. Qué demontre. Me voy de todas formas. ¡Pensaba que se me trataría con una mínima parte del respeto que merezco!
Los tacones de aguja de la mujer resuenan por la sala hasta desvanecerse en la distancia.
C. Prieto: Señor Rubio… ¿Se encuentra bien?
Una lágrima furtiva resbala por la mejilla derecha del aludido, que se sorbe la nariz y le quita importancia al incidente con un gesto de la mano.
Cándido Rubio: No pasa nada, Curro. Continúa.
Rigoberto Tizón: Bien encajado, tío. A las mujeres hay que castigarlas. Sé duro y ese caramelito siniestro volverá a ti chorreante de dulzura. Te lo dice uno que sabe.
C. Prieto: Reconozco que no esperaba esto, pero, por suerte, la organización me ha preparado unas tarjetas con temas a los que recurrir en caso de emergencia. Vamos a ver… ¿Cómo creéis que hay que potenciar la literatura fantástica en nuestro país?
Primus Maximus: Bueno, yo creo que lo primordial es publicar buenas novelas. Hay que respetar los convencionalismos del género, desde una óptica más actual y moderna. Todo ello aderezado con cierto sabor picante. Cualquier relato de fantasía es mejor si imbrica la presencia de una mujer de formas volubles. Tú ya me entiendes, Camilo. Lo aprendí de Robert E. Howard. La crítica no suele valorar muy bien a los escritores pulp, pero esos tíos tenían que asegurarse de que sus relatos se publicaban si querían llegar a fin de mes. Sabían lo que se hacían.
C. Prieto: ¿Volubles? ¿Qué quiere decir exactamente con “mujeres de formas volubles”? ¿Se refiere a “cambiantes” desde un punto de vista físico, emocional, o alegórico?
Primus Maximus: Bueno… Yo me refería más bien a mujeres con un par de tetas bien grandes, César. Por decirlo de alguna manera.
El moderador se masajea ambas sienes. Finalmente, después de exhalar un suspiro particularmente hondo, saca pecho y se atreve a sugerir algo.
C. Prieto: Quizá quiso decir “mujeres de formas voluptuosas”...
Primus Maximus: Eso también, sí.
Hay un largo silencio mientras el señor Prieto se gira hacia el público y dirige la mirada a un punto concreto de la sala. Los altavoces reproducen sus siguientes palabras, a pesar de que está cubriendo el micrófono con una mano.
C. Prieto: En serio. ¿Estáis seguros de que no tenéis a nadie más que pueda hacerse cargo de esta mierda? ¿No os hace falta alguien en el karaoke? Estaría dispuesto a coser cotas de malla con anillas de botes de refrescos, si es necesario. No, claro. Que me quede y apechugue. Tenéis una jeta impresionante, majetes.
Rigoberto Tizón: Las novelas son una mierda.
Primus Maximus: Perdón. ¿Cómo dice?
Rigoberto Tizón: Que son una mierda. Como un castillo de grande. Además de una total, absoluta y completa pérdida de tiempo. Las novelas de fantasía actuales parecen monumentos al ego de más de seiscientas páginas. Cualquiera puede escribir una novela de éxito, si le dedica bastante tiempo. En los micro relatos. Ahí es donde está el verdadero sacrificio artístico y anida el germen de la creación en su estado más puro. Prosa pura. Sin adornos. Surgida de las entrañas. Precisamente he preparado uno, mientras el resto de los ponentes hablaba. Se lo voy a leer al público, en primicia.
Tizón se pone en pie, con un fragmento de papel en la mano.
Rigoberto Tizón: Aquel pequeño punto captó mi atención. Y resultó ser una cicatriz. Tuve esa extraña sensación, como si un oscuro presagio se cerniera sobre mí. Quise abrir la cicatriz. Sabía que tenía que hacerlo. Era un pasadizo estrecho tratando de cerrarse a sí mismo. Pero pasé a través de él. No cejé, ni aflojé, ni abandoné. Ni siquiera cuando empezó a brotar la sangre. En ese momento lo recordé todo. La noche anterior, había estado buscando nuevos límites del placer. Ahora sé por qué las cosas no son tan bonitas por dentro.
C. Prieto: Vale. Se acabó. Es más de lo que puedo soportar.
El moderador presiona un botón oculto en la hebilla de su cinturón y un resplandor cegador llena la sala. Cuando los presentes recuperan la vista, Prieto ha desaparecido. Sólo queda una fina columna de humo blanco, en el lugar preciso que ocupaba segundos antes.
Primus Maximus: ¡Oh, qué maravilla! No sabía que la organización tuviera preparado un número de prestidigitación. El desfile de lencería fue maravilloso, pero este fin de fiesta lo supera de largo. Creo que es la convención más completa a la que haya asistido nunca.
Cándido Rubio: Me temo que no. Esa desaparición sólo puede explicarse de una forma. Creo que no somos reales. Todo esto es ficción.
Rigoberto Tizón: No sé lo real que serás tú, tronco. Pero Rigoberto Tizón es un hombre de carne y hueso, de los pies a la cabeza. Todo un artista. Maese Tizón deja huella allá por donde pasa. Puedes preguntarle a cualquiera.
Cándido Rubio: Lo siento, pero no. No somos nadie, solo un pastiche de diferentes opiniones, comentarios y anécdotas recogidas de aquí y de allá. Una forma de presentar todo eso sin tener que comprometerse. De reducirlo al absurdo para divertirse un rato.
Rigoberto Tizón: ¿Me estás diciendo que no somos reales? ¿Que alguien nos ha creado por pasar la tarde? ¿Es eso lo que estás tratando de decirle al puto amo? ¿A mí? ¿Al HOMBRE?
Cándido Rubio: Justamente eso, sí.
Rigoberto Tizón: Hijo de la gran puta.
Primus Maximus: ¿Y qué se supone que tenemos que hacer ahora?
Cándido Rubio: Bueno. Supongo que tendremos que ver el lado positivo de la cuestión.
Primus Maximus: ¿Lado positivo? ¿Qué lado positivo? ¡Por el amor de Dios, esto es una tragedia de proporciones epicúreas! ¡Tenía sueños, anhelos, aspiraciones, una carrera literaria! ¡Toda una vida por delante! ¿Y ahora me dices que no existo?
Cándido Rubio: Entiendo que, así, en caliente, te parezca trágico. Pero eso es porque no lo has pensado bien.
Primus Maximus: ¿Cómo? No… No entiendo. Yo…
Cándido Rubio: De verdad que en todo esto hay un lado bueno. A partir de ahora, no tendrás que preocuparte nunca más por la hipoteca.»

sábado, 7 de enero de 2012

Frase de la semana

Cosas hay que aunque se digan, no son para que se entienda. 

Calderón de la Barca

miércoles, 4 de enero de 2012

La Venganza Más Dulce


Competición de moñeces. A veces al descargar todos los libros, te aparece alguno no esperado, asi que aprovecho para colocar alguno que no he leído, pero que igual atrapa al lector más inteligente con sus espectaculares inicios. He preparado unos cuantos, pero los espaciaré en el tiempo.

La Venganza Más Dulce (1999)
1º de la Serie Blackhawk/Sinclair
Barbara McCauley
Título Original: Blackhawk's sweet revenge
Editorial: Harlequin Ibérica

Protagonistas: Lucas Blackhawk y Julianna Hadley

Argumento:
Lucas Blackhawk era un renegado, un fugitivo... y el objeto de su antigua pasión adolescente. Y cuando regresó a casa triunfalmente en busca de venganza, Julianna Hadley no dudó en aceptar su sorprendente petición de mano.
Se había casado con el hombre que quería destruir a su padre... porque estaba convencida de que sólo su amor incondicional podría aplacar los resentimientos de Lucas. Y mientras éste luchaba por conquistar el cuerpo de su virginal novia, Julianna estaba decidida a ganarse el corazón de Blackhawk.

Prólogo


La luna dominaba el cielo.
Llena y brillante, destellaba a través de las nubes amenazantes mientras una brisa constante lo impregnaba todo con su aroma otoñal.
Tres chicos se deslizaban con sigilo en la oscuridad, avanzando entre rígidos bloques de piedra, hasta alcanzar el extremo más lejano del cementerio de Wolf River. No había allí flores ni placas conmemorativas; ninguna lápida, ninguna esquela... sólo tierra, tosca y fría.
Los chicos rodearon la tumba con caras serias.
Lucas Blackhawk fue el primero en hablar. Tenía trece años y era el mayor de los tres por cinco meses de diferencia.
— ¿Tienes lo que necesitamos, Santos?
Nick Santos, el más joven por diez meses, metió la mano bajo su jersey y sacó un martillo de la cintura de sus vaqueros.
—No pude agarrar los clavos. Carrasperas apareció por el pasillo y estuvo a punto de atraparme en el taller. 
Carrasperas, como llamaban al vigilante nocturno del Reformatorio de Menores de Wolf River, debía su mote a su respiración asmática. Aunque a él pudiera resultarle un incordio, para los chicos era una suerte, pues los avisaba de su cercanía.

martes, 3 de enero de 2012

Año 2012

2012 para algunos será el año del fin del mundo. Entre estos agoreros y la crisis esconómica parece que va a ser un año especial. Aunque lo más seguro es que a finales de año estemos prácticamente igual que lo empezamos.

Siguiendo a los chinos que dicen que las épocas de crisis son momentos para oportunidades, vamos a intentar desde nuestras entidades asociadas mejorar nuestro funcionamiento.

En una sociedad cada vez más idiotizada y en la que los cretinos e hijos de puta son clara mayoría, las entidades sociales tenemos por delante un trabajo de culturización y de difusión de valores bastante arduo.

En lo que podamos, intentaremos desde nuestras pequeñas asociaciones hacer algo en este sentido. Y para ello, si no perteneces a los colectivos citados que son hoy mayoría, te animamos a contribuir un poco más con nosotros.

Un saludo y feliz año.