LAS ESFERAS DE SUEÑOS
Elaine Cunningham
Preludio
El semiogro se dirigió a la puerta de la taberna, que estaba abierta, arrastrando al último de los clientes de esa noche con la cuerda con la que se sujetaba los pantalones bombacho. Su cautivo se retorcía como una trucha en el anzuelo y soltaba mordaces maldiciones típicas de los muelles. Pero sus esfuerzos no producían ninguna impresión en el guardián de la taberna. Con su cuerpo de más de dos metros de estatura, todo músculo y maldad, Hamish era perfectamente capaz de levantar en vilo a cualquier parroquiano de El Pescador Borracho con tanta facilidad como otro llevaría en las manos un paquete de pescado envuelto en papel.
—Levanta la quilla y recoge velas —rezongó Hamish mientras se disponía a lanzar al hombre—. Te guste o no, estás a punto de encallar.
Era un aviso más que suficiente en los muelles, pero el hombre lo desoyó. El semiogro esperó en vano unos momentos a que su presa dejara de debatirse, tras lo cual se encogió de hombros y lo lanzó hacia la oscuridad. Las protestas del hombre se convirtieron en un lamento que quedó interrumpido por un ruido sordo.
Hamish cerró de golpe la puerta de la taberna y luego deslizó la gruesa tranca de madera de roble que la aseguraba. La madera chirrió. Fuera, el parroquiano al que acababa de expulsar empezó a aporrear la puerta atrancada.
Dos camareras dejaron de limpiar la cerveza derramada para intercambiar una rápida mirada de soslayo y suspiros de resignación. Una de ellas, una escuálida morena con unos ojos soñadores que contrastaban con la realidad de su cuerpo desnutrido, lanzó una única moneda de plata encima de la mesa y cogió una jarra grande aún medio llena. Entonces la alzó, como un espadachín que lanzara un reto, y se dirigió a la otra camarera, una bonita rubia con la que compartía el último turno de la noche en El Pescador Borracho.
sábado, 20 de abril de 2019
miércoles, 10 de abril de 2019
¿Reconoces la obra?
NO CEJEMOS
El profesor Charles Kittredge corría a largas e inseguras zancadas. Y llegó a tiempo para arrancar de un manotazo el vaso que el profesor auxiliar Heber Vandermeer se había llevado a los labios. Fue casi como un ejercicio a cámara lenta.
Vandermeer, que al parecer estaba tan totalmente absorto que no había oído las pisadas sordas de Kittredge, adoptó una expresión a la vez sorprendida y avergonzada. Bajó los ojos hacia el roto vaso y el charco de liquido que lo rodeaba.
— ¿Qué era? -preguntó Kittredge con ceño fruncido.
— Cianuro de potasio. Me guardé un poco, cuando nos fuimos. Sólo por si acaso.
— ¿Qué beneficio nos habría reportado? Además hemos perdido un vaso. Ahora hay que limpiar eso... No, yo lo haré.
Kittredge encontró un precioso pedazo de cartón para recoger los trozos de cristal y un trapo todavía más precioso para absorber el venenoso líquido. Y salió un momento para tirar los vldrios y -con gran pesar- el cartón y el trapo en uno de los tubos que los impulsarían arriba, hacia la superficie, a unos ochocientos metros de altura.
...
El profesor Charles Kittredge corría a largas e inseguras zancadas. Y llegó a tiempo para arrancar de un manotazo el vaso que el profesor auxiliar Heber Vandermeer se había llevado a los labios. Fue casi como un ejercicio a cámara lenta.
Vandermeer, que al parecer estaba tan totalmente absorto que no había oído las pisadas sordas de Kittredge, adoptó una expresión a la vez sorprendida y avergonzada. Bajó los ojos hacia el roto vaso y el charco de liquido que lo rodeaba.
— ¿Qué era? -preguntó Kittredge con ceño fruncido.
— Cianuro de potasio. Me guardé un poco, cuando nos fuimos. Sólo por si acaso.
— ¿Qué beneficio nos habría reportado? Además hemos perdido un vaso. Ahora hay que limpiar eso... No, yo lo haré.
Kittredge encontró un precioso pedazo de cartón para recoger los trozos de cristal y un trapo todavía más precioso para absorber el venenoso líquido. Y salió un momento para tirar los vldrios y -con gran pesar- el cartón y el trapo en uno de los tubos que los impulsarían arriba, hacia la superficie, a unos ochocientos metros de altura.
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martes, 9 de abril de 2019
Inicio de EL MAL
EL MAL
De David Lozano Garbala,
El ente se mueve, deslizándose por la dimensión neutra de los fantasmas con los movimientos ávidos de un depredador. Busca, rastrea. La imagen de un adolescente le obsesiona.No ha olvidado sus facciones suaves, tímidas, aunque han transcurrido meses desde que se vieron por última vez. Lo necesita. Pero no lo encuentra.
Recorre túneles oscuros, vías abiertas en la región desconocida donde merodean los espíritus hogareños, las almas de aquellos que al morir se quedaron anclados al mundo de los vivos por algo pendiente, algo que les impide descansar en paz.
Él es una criatura distinta, de naturaleza maligna, liberada por las circunstancias en aquel entorno inerte donde apenas puede dar rienda suelta a sus sanguinarios instintos. Y no está dispuesto a pasarse la eternidad vagando por esa red de galerías como una sombra de los vivos. Por eso escudriña en esa otra realidad a la que no pertenece, aquella poblada por corazones que todavía palpitan.
Busca al Viajero con ansiedad. Ha rastreado ya buena parte de la ciudad donde sabe que habita, París, surgiendo furtivamente desde la otra dimensión.
El ente avanza por esos corredores en tinieblas salpicados de tenues destellos, brillos que advierten de accesos al mundo de los vivos a través de espejos. Se aproxima a esas islas resplandecientes desde la zona oscura y se asoma al otro lado de aquellas fronteras de cristal enmarcado.
Espía. Atisba inofensivas escenas domésticas, habitaciones vacías, pasillos irregulares de viejas casas parisinas. De vez en cuando, travieso, interfiere en esa realidad de los vivos. Pero se reserva su auténtica capacidad de hacer daño. Necesita hallar al Viajero. Cuanto antes.
Abandona su posición frente a un espejo y retorna a la penumbra de la región de los fantasmas hogareños. Ninguno se cruza con él, le tienen miedo. Se ocultan a su paso.
Hacen bien.
...
De David Lozano Garbala,
El ente se mueve, deslizándose por la dimensión neutra de los fantasmas con los movimientos ávidos de un depredador. Busca, rastrea. La imagen de un adolescente le obsesiona.No ha olvidado sus facciones suaves, tímidas, aunque han transcurrido meses desde que se vieron por última vez. Lo necesita. Pero no lo encuentra.
Recorre túneles oscuros, vías abiertas en la región desconocida donde merodean los espíritus hogareños, las almas de aquellos que al morir se quedaron anclados al mundo de los vivos por algo pendiente, algo que les impide descansar en paz.
Él es una criatura distinta, de naturaleza maligna, liberada por las circunstancias en aquel entorno inerte donde apenas puede dar rienda suelta a sus sanguinarios instintos. Y no está dispuesto a pasarse la eternidad vagando por esa red de galerías como una sombra de los vivos. Por eso escudriña en esa otra realidad a la que no pertenece, aquella poblada por corazones que todavía palpitan.
Busca al Viajero con ansiedad. Ha rastreado ya buena parte de la ciudad donde sabe que habita, París, surgiendo furtivamente desde la otra dimensión.
El ente avanza por esos corredores en tinieblas salpicados de tenues destellos, brillos que advierten de accesos al mundo de los vivos a través de espejos. Se aproxima a esas islas resplandecientes desde la zona oscura y se asoma al otro lado de aquellas fronteras de cristal enmarcado.
Espía. Atisba inofensivas escenas domésticas, habitaciones vacías, pasillos irregulares de viejas casas parisinas. De vez en cuando, travieso, interfiere en esa realidad de los vivos. Pero se reserva su auténtica capacidad de hacer daño. Necesita hallar al Viajero. Cuanto antes.
Abandona su posición frente a un espejo y retorna a la penumbra de la región de los fantasmas hogareños. Ninguno se cruza con él, le tienen miedo. Se ocultan a su paso.
Hacen bien.
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lunes, 8 de abril de 2019
Inicio de LA OSCURIDAD QUE ACECHA
LA OSCURIDAD QUE ACECHA
DE LYNN FLEWELLING
Desde Keston y en dirección suroeste, hacia Eskalia, el delgado navío atravesaba dando tumbos las crestas de espuma. Durante la noche avanzaba sin luces; sus tripulantes, contrabandistas veteranos todos ellos, navegaban con la mirada puesta en las estrellas. Durante el día mantenían una vigilancia constante, aunque había pocas posibilidades de toparse con otro barco. Sólo un capitán plenimarano se atrevería a internarse en alta mar a esas alturas del año, y este invierno no habría ninguno tan al norte. No ahora que una guerra se estaba preparando.
El hielo cubría los aparejos. Los marineros tiraban de las drizas con las manos ensangrentadas, tenían que romper la capa de hielo que cubría los barriles antes de beber y, amontonados cuando no estaban de guardia, cuchicheaban sobre los dos caballeros y la siniestra banda de malhechores que había subido con ellos a bordo.
El segundo día de travesía, el capitán, completamente borracho, salió al puente. "El oro no le sirve de nada a los muertos", aulló sobre el viento; una tormenta se les venía encima e iban a dar la vuelta. Sin dejar de sonreír, el siniestro noble lo acompañó abajo y eso fue lo último que se supo del asunto. Aquella misma noche el capitán cayó por la borda. O al menos así se explicaron las cosas; el hecho es que a la mañana siguiente no pudieron encontrarlo, y su curso no había variado.
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DE LYNN FLEWELLING
Desde Keston y en dirección suroeste, hacia Eskalia, el delgado navío atravesaba dando tumbos las crestas de espuma. Durante la noche avanzaba sin luces; sus tripulantes, contrabandistas veteranos todos ellos, navegaban con la mirada puesta en las estrellas. Durante el día mantenían una vigilancia constante, aunque había pocas posibilidades de toparse con otro barco. Sólo un capitán plenimarano se atrevería a internarse en alta mar a esas alturas del año, y este invierno no habría ninguno tan al norte. No ahora que una guerra se estaba preparando.
El hielo cubría los aparejos. Los marineros tiraban de las drizas con las manos ensangrentadas, tenían que romper la capa de hielo que cubría los barriles antes de beber y, amontonados cuando no estaban de guardia, cuchicheaban sobre los dos caballeros y la siniestra banda de malhechores que había subido con ellos a bordo.
El segundo día de travesía, el capitán, completamente borracho, salió al puente. "El oro no le sirve de nada a los muertos", aulló sobre el viento; una tormenta se les venía encima e iban a dar la vuelta. Sin dejar de sonreír, el siniestro noble lo acompañó abajo y eso fue lo último que se supo del asunto. Aquella misma noche el capitán cayó por la borda. O al menos así se explicaron las cosas; el hecho es que a la mañana siguiente no pudieron encontrarlo, y su curso no había variado.
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domingo, 7 de abril de 2019
Inicio de LA LUNA DEL TRAIDOR
LA LUNA DEL TRAIDOR
DE LYNN FLEWELLING
El viento cargado de nevisca azotaba a Magyana, arrancando húmedos mechones de la espesa trenza blanca de la maga mientras recorría penosamente el desolado campo de batalla. En la distancia, las tiendas de campaña del extendido campamento de su reina se ondulaban y crujían a lo largo de la ribera, espectros negros en una llanura parda. En los improvisados corrales se apelotonaban los caballos de espaldas al viento. Los desafortunados soldados que estaban de guardia hacían lo mismo, y sus verdes guerreras eran la única nota de color en la triste paleta del paisaje.Magyana se envolvió lo mejor que pudo en su capa empapada. En sus trescientos tres años de vida, jamás había sentido el frío con tanta intensidad. Quizá era que su fe la había mantenido cálida hasta entonces, reflexionó con tristeza, fe en los ritmos confortables de su vida y fe en Nysander, el mago que había formado parte de su alma durante dos siglos. La maldita guerra le había robado ambas cosas y otras muchas. Casi una tercera parte de los magos de la Oréska estaba muerta, cientos de años de vida y conocimientos derrochados. El segundo consorte de la Reina Idrilain y sus dos hijos menores habían caído en batalla, junto con docenas de aristócratas e incontables soldados rasos, arrojados por las hojas enemigas o la enfermedad al otro lado de las Puertas de Bilairy.
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DE LYNN FLEWELLING
El viento cargado de nevisca azotaba a Magyana, arrancando húmedos mechones de la espesa trenza blanca de la maga mientras recorría penosamente el desolado campo de batalla. En la distancia, las tiendas de campaña del extendido campamento de su reina se ondulaban y crujían a lo largo de la ribera, espectros negros en una llanura parda. En los improvisados corrales se apelotonaban los caballos de espaldas al viento. Los desafortunados soldados que estaban de guardia hacían lo mismo, y sus verdes guerreras eran la única nota de color en la triste paleta del paisaje.Magyana se envolvió lo mejor que pudo en su capa empapada. En sus trescientos tres años de vida, jamás había sentido el frío con tanta intensidad. Quizá era que su fe la había mantenido cálida hasta entonces, reflexionó con tristeza, fe en los ritmos confortables de su vida y fe en Nysander, el mago que había formado parte de su alma durante dos siglos. La maldita guerra le había robado ambas cosas y otras muchas. Casi una tercera parte de los magos de la Oréska estaba muerta, cientos de años de vida y conocimientos derrochados. El segundo consorte de la Reina Idrilain y sus dos hijos menores habían caído en batalla, junto con docenas de aristócratas e incontables soldados rasos, arrojados por las hojas enemigas o la enfermedad al otro lado de las Puertas de Bilairy.
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sábado, 6 de abril de 2019
¿Identificas la obra?
En los niveles superiores de las subsecciones más ricas de la ciudad se
encuentran los solarios naturales, en los que un tabique de cuarzo, con
una pantalla movible de metal, excluye el aire y permite la entrada a la
luz del sol. Allí las esposas y las hijas de los administradores y
ejecutivos de más alto rango de la ciudad pueden broncearse. Allí acontece
algo único todas las noches: ¡oscurece!
En el resto de la ciudad sólo existen los ciclos arbitrarios de las horas. Las luces de los apartamentos disminuyen a medida que transcurren las horas de oscuridad, y el pulso de la ciudad se debilita. Aunque nadie pueda distinguir el mediodía de la medianoche mediante ningún fenómeno cósmico a lo largo de las avenidas subterráneas de la ciudad, la humanidad persiste en la muda división del horario.
Los expresvías circulan vacíos; el ruido de la vida disminuye; la movible muchedumbre que transita por los larguísimos callejones desaparece; la ciudad de Nueva York yace en la sombra no advertida de la Tierra. Sus habitantes duermen.
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En el resto de la ciudad sólo existen los ciclos arbitrarios de las horas. Las luces de los apartamentos disminuyen a medida que transcurren las horas de oscuridad, y el pulso de la ciudad se debilita. Aunque nadie pueda distinguir el mediodía de la medianoche mediante ningún fenómeno cósmico a lo largo de las avenidas subterráneas de la ciudad, la humanidad persiste en la muda división del horario.
Los expresvías circulan vacíos; el ruido de la vida disminuye; la movible muchedumbre que transita por los larguísimos callejones desaparece; la ciudad de Nueva York yace en la sombra no advertida de la Tierra. Sus habitantes duermen.
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viernes, 5 de abril de 2019
Inicio de El origen del mal
El origen del mal
De Brian Lumley
El agente estaba tendido en una mancha de nieve, sobre un montón de piedras blancas, en la cresta oriental de lo que había sido en otro tiempo el paso de Perchorsk, en el centro de los montes Urales. A través de unos prismáticos de visión nocturna observó una zona de casi una hectárea de tierras onduladas y de un gris plateado que se extendía sobre el barranco abierto a sus pies. Vista a la luz de la luna, aquella superficie podía ser tomada fácilmente por hielo, pero Mijaíl Simonov sabía que no se trataba de un glaciar ni de un río helado, sino de una plancha de metal de unos ciento veinte metros de longitud por algo menos de sesenta de ancho. A todo lo largo de los bordes irregulares que la recorrían en el sentido longitudinal, donde su bóveda suavemente curvada se juntaba con las paredes rocosas del desfiladero, y a ambos extremos, donde el arqueado metal se elevaba en línea recta hacia unas macizas barreras de masa pétrea o diques, «sólo» tenía quince centímetros de grueso, pero en su centro la plancha moldeada era de sesenta centímetros. Esto, por lo menos, es lo que habían registrado los instrumentos de observación de los satélites espías americanos, como también el hecho de tratarse de la mayor reserva de plomo acumulada en toda la superficie del globo.
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De Brian Lumley
El agente estaba tendido en una mancha de nieve, sobre un montón de piedras blancas, en la cresta oriental de lo que había sido en otro tiempo el paso de Perchorsk, en el centro de los montes Urales. A través de unos prismáticos de visión nocturna observó una zona de casi una hectárea de tierras onduladas y de un gris plateado que se extendía sobre el barranco abierto a sus pies. Vista a la luz de la luna, aquella superficie podía ser tomada fácilmente por hielo, pero Mijaíl Simonov sabía que no se trataba de un glaciar ni de un río helado, sino de una plancha de metal de unos ciento veinte metros de longitud por algo menos de sesenta de ancho. A todo lo largo de los bordes irregulares que la recorrían en el sentido longitudinal, donde su bóveda suavemente curvada se juntaba con las paredes rocosas del desfiladero, y a ambos extremos, donde el arqueado metal se elevaba en línea recta hacia unas macizas barreras de masa pétrea o diques, «sólo» tenía quince centímetros de grueso, pero en su centro la plancha moldeada era de sesenta centímetros. Esto, por lo menos, es lo que habían registrado los instrumentos de observación de los satélites espías americanos, como también el hecho de tratarse de la mayor reserva de plomo acumulada en toda la superficie del globo.
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