Durante el reinado de Luis XIV, como es bien sabido, se presentó en Francia un
embajador persa; este príncipe deseaba atraer a su corte a extranjeros de todas
las naciones para que pudieran admirar su grandeza y transmitieran a sus
respectivos países algún que otro destello de la deslumbrante gloria con que
resplandecía hasta los confines de la tierra.
A su paso por Marsella, el
embajador fue magníficamente recibido. Ante esto, los señores magistrados del
parlamento de Aix decidieron, para cuando llegara allí, no quedarse a la zaga de
una ciudad por encima de la cual colocan a la suya con tan escasa justificación.
Por consiguiente, de todos los proyectos el primero fue el de cumplimentar al
persa; leerle un discurso en provenzal no habría sido difícil, pero el embajador
no habría entendido ni una palabra; este inconveniente les paralizó durante
mucho tiempo. El tribunal se reunió para deliberar: para eso no necesitan
demasiado, el juicio de unos campesinos, un alboroto en el teatro o algún asunto
de prostitutas sobre todo; tales son los temas importantes para esos ociosos
magistrados desde que ya no pueden arrasar la provincia a sangre y fuego y
anegarla, como en el reinado de Francisco I, con los torrentes de sangre de las
desdichadas poblaciones que la habitan.
Así, pues, se reunieron a deliberar, pero ¿cómo lograr traducir el discurso? Por
más que deliberaron no hallaron ninguna solución. ¿Era acaso posible que en una
comunidad de comerciantes de atún, ataviados con una casaca negra por pura
casualidad y en la que ni uno sabia ni siquiera francés, pudieran encontrar a un
colega que hablara persa? Con todo, el discurso estaba ya redactado; tres
eminentes abogados habían trabajado en él durante seis semanas. Al fin
descubrieron, no se sabe si en el monte o en la ciudad, a un. marinero que había
pasado mucho tiempo en el Levante y que hablaba un persa casi tan fluido como su
jerga dialectal. Se lo proponen y él acepta. Se aprende el discurso y lo traduce
con facilidad; cuando llega el día le visten con una vieja casaca de presidente
primero, le colocan la peluca más voluminosa que había en la magistratura y
seguido por toda la banda de magistrados se adelanta hacia el embajador. Unos y
otros se habían puesto de acuerdo sobre sus respectivos papeles y el orador
había advertido con especial énfasis a los que le seguían que no le perdieran de
vista un solo momento y que repitieran punto par punto todo lo que vieran hacer.
El embajador se detiene en el centro del patio que había sido señalado para el
encuentro, el marinero le hace una reverencia y, poco habituado a llevar sobre
el cráneo una peluca tan hermosa, lanza la pelambrera a los pies de Su
Excelencia; los señores magistrados, que habían prometido imitarle, se quitan al
punto sus pelucas e inclinan sus pelados y un tanto sarnosos cráneos en
dirección al persa; el marinero, sin alterarse, recoge sus cabellos, se los
arregla y empieza a declamar la salutación; tan bien se expresa que el embajador
cree que es de su mismo país. La idea le hace montar en cólera.
- ¡Infame! - exclama llevando su mano al sable -. No hablarías así mi idioma si no
fueras un renegado de Mahoma; debo castigarte por tu crimen, ahora mismo vas a
pagarlo con tu cabeza.
Por más que el marinero se defiende no le hace ningún caso; gesticulaba, juraba,
y ni uno solo de sus movimientos pasaba inadvertido, todos eran repetidos al
instante y con energía por la turba areopagítica que venia tras él. Al fin, no
sabiendo cómo salir del apuro, pensó en una prueba incontestable: desabotonó su
calzón y puso a la vista del embajador la prueba palpable de que nunca en su
vida había sido circuncidado.
Este nuevo gesto es imitado enseguida y he aquí,
de golpe, a cuarenta o cincuenta magistrados provenzales con la bragueta bajada
y el prepucio en ristra, para demostrar como el marinero que no había uno solo
que no fuera tan cristiano como el propio San Cristóbal.
Es fácil de imaginar
cómo se divirtieron con semejante pantomima las damas que presenciaban la
ceremonia desde sus ventanas. Al fin, el ministro, convencido por razones tan
poco equívocas de que el orador no era culpable y viendo por lo demás que había
ido a parar a una ciudad de "pantalones", se fue sin más ceremonias encogiéndose
de hombros y sin duda diciendo para si: "No me extraña que esta gente tenga
siempre un patíbulo alzado, el rigorismo que siempre acompaña a la ineptitud
debe de ser el único
atributo de estos animales."
Existió el propósito de hacer un cuadro sobre esta manera de recitar el
catecismo y un joven pintor había tomado con ese fin unos apuntes del natural,
pero el tribunal desterró al artista de la provincia y condenó el boceto a la
hoguera, sin sospechar que se arrojaban al fuego ellos mismos, pues su retrato
aparecía en el dibujo.
- Tenemos a mucha honra ser unos cretinos -explicaron los graves magistrados - ;
aunque no nos hubiera gustado, como nos gusta hace ya mucho tiempo que se lo
demostramos a toda Francia, pero no queremos que ningún cuadro lo transmita a la
posteridad; ella pasará por alto toda esta simpleza y no se acordará más que de
Merindol y de Cabrieres, y para el honor del gremio, más vale que seamos unos
asesinos que unos asnos.
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