Entrar en aquel silencio que era la ciudad a las ocho de una brumosa noche de
noviembre, pisar la acera de cemento y las grietas alquitranadas, y caminar, con
las manos en los bolsillos, a través de los silencios, nada le gustaba más al
señor Leonard Mead. Se detenía en una bocacalle, y miraba a lo largo de las
avenidas iluminadas por la Luna, en las cuatro direcciones, decidiendo qué
camino tomar. Pero realmente no importaba, pues estaba solo en aquel mundo del
año 2052, o era como si estuviese solo. Y una vez que se decidía, caminaba otra
vez, lanzando ante él formas de aire frío, como humo de cigarro.
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