El Fardo,
Rubén Darío
Allá lejos, en la línea, como trazada por un lápiz azul, que separa las aguas y
los cielos, se iba hundiendo el sol, con sus polvos de oro y sus torbellinos de
chispas purpuradas, como un gran disco de hierro candente. Ya el muelle fiscal
iba quedando en quietud; los guardias pasaban de un punto a otro, las gorras
metidas hasta las cejas, dando aquí y allá sus vistazos. Inmóvil el enorme brazo
de los pescantes, los jornaleros se encaminaban a las casas. El agua murmuraba
debajo del muelle, y el húmedo viento salado, que sopla de mar afuera a la hora
en que la noche sube, mantenía las lanchas cercanas en un continuo cabeceo.
Todos los lancheros se habían ido ya; solamente el viejo tío Lucas, que por la
mañana se estropeara un pie al subir una barrica a un carretón, y que, aunque
cojín cojeando, había trabajado todo el día, estaba sentado en una piedra y, con
la pipa en la boca, veía triste el mar.
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