domingo, 26 de febrero de 2012

La dama pálida y IV

Gregoriska me había hablado del poder que los moldavos tienen sobre sí mismos, cuando no quieren que otros lean en su corazón. Él era un vivo ejemplo de ello. Estaba segurísima de su amor, y sin embargo, si alguien me hubiera preguntado en qué prueba se fundaba tal certidumbre, me habría sido imposible decirlo: nadie en el castillo había visto nunca que su mano tocara la mía, o que sus ojos buscaran los míos. Sólo los celos podían hacer clara a Kostaki la rivalidad del hermano, como sólo el amor que alimentaba yo por Gregoriska podía hacerme claro su amor. Sin embargo, lo confieso, me inquietaba mucho aquel poder de Gregoriska sobre sí mismo. Yo tenía fe en él, pero no bastaba; necesitaba ser convencida; cuando he aquí que una noche, de vuelta apenas en mi cámara, oí golpear levemente a una de las dos puertas que se cerraban por dentro. Por el modo de golpear adiviné que era una llamada amiga. Me acerqué, preguntando quién estaba allí.

-Gregoriska -contestó una voz cuyo acento no podía engañarme.

-¿Qué queréis de mí? -le pregunté toda temblorosa.

-Si tienes fe en mí -dijo Gregoriska- si me crees hombre de honor, ¿me permites una pregunta?

-¿Cuál?

-Apaga la luz como si te hubierais acostado, y de aquí en media hora, ábreme esta puerta.

-Vuelve dentro de media hora... -fue mi única respuesta.

Apagué la luz y aguardé. El corazón me palpitaba con violencia, pues comprendía que se trataba de un hecho importante. Transcurrió la media hora: oí golpear más levemente aún que la primera vez. Durante el intervalo había descorrido los cerrojos; no me quedaba pues sino abrir la puerta. Gregoriska entró, y sin que me dijera, cerré la puerta tras él y eché los cerrojos. Él permaneció un instante mudo e inmóvil, imponiéndome silencio con el gesto. Luego, cuando estuvo seguro de que ningún peligro nos amenazaba por el momento, me llevó al centro de la vasta cámara, y sintiendo, por mi temblor, que no habría podido sostenerme de pie, me buscó una silla. Me senté o más bien me dejé caer sobre el asiento.

-¡Dios mío! -le dije- ¿qué hay de nuevo, o por qué tantas precauciones?

-Porque mi vida, que no contaría para nada, y acaso también la tuya, dependen de la conversación que tendremos.

Amedrentada, le aferré una mano. Se la llevó él a los labios, mirándome como si quisiera pedir excusas por tanta audacia. Bajé yo los ojos, era un tácito consentimiento.

-Yo te amo -me dijo con aquella voz melodiosa como un canto- ¿me amas tú?

-Sí -le respondí.

-¿Y consentirías en ser mi mujer?

Llevó la mano a la frente con profunda expresión de felicidad.

-Sí.

-Entonces, ¿no rehusarás seguirme?

-Te seguiré doquiera.

-Pues comprenderás bien que no podemos ser felices sino huyendo de estos lugares

-¡Oh sí! Huyamos -exclamé.

-¡Silencio -dijo él estremeciéndose-. ¡Silencio!

-Tienes razón

Y me le acerqué toda tremante.

-Escucha lo que he hecho -continuó Gregoriska- escucha por qué he estado tanto tiempo sin confesarte que te amaba. Quería yo, cuando estuviera seguro de tu amor, que nadie pudiera oponerse a nuestra unión. Yo soy rico, querida Edvige, inmensamente rico, pero como lo son los señores moldavos: rico en tierras, en ganados, en servidores. Ahora bien, he vendido por un millón, tierras, rebaños y campesinos al monasterio de Hango. Me han dado trescientos mil francos en muchas piedras preciosas, cien mil francos en oro, el resto en letras de cambio sobre Viena. ¿Te bastará un millón?

Le apreté la mano.

-Me hubiera bastado tu amor, Gregoriska, júzgalo tú.

-¡Bien! Escucha; mañana voy al monasterio de Hango para tomar mis últimas disposicionescon el superior. Él me tiene listos caballos que nos esperarán de las nueve de la mañana en adelante ocultos a cien pasos de castillo. Después de la cena, subirá de nuevo como hoy a tu cámara; como hoy apagarás la luz; como hoy
entraré yo en tu aposento. Pero mañana, en vez de salir solo tú me seguirás, saldremos por la puerta que da sobre los campos, encontraremos los caballos, montaremos, y pasado mañana por la mañana habremos recorrido treinta leguas.

-¡Oh! ¡Por qué no será ya pasado mañana!

-¡Querida Edvige!

Gregoriska me apretó sobre el corazón, y nuestros labios se encontraron. ¡Oh! Lo había dicho él, yo había abierto la puerta de mi cámara a un hombre de honor; pero comprendió bien que si no le pertenecía en cuerpo le pertenecía en alma. Transcurrió la noche sin que pudiera cerrar los ojos. Me veía huir con Gregoriska, me sentía transportada por él como ya lo había sido por Kostaki: sólo que aquella carrera terrible, espantable, fúnebre, se trocaba ahora en un apuro suave y delicioso, al que la velocidad del movimiento agregaba deleite, pues también el movimiento veloz tiene un deleite propio... Nació el día. Bajé. Me pareció que el ademán con que me saludó Kostaki era aún más tétrico que de costumbre. Su sonrisa era irónica y amenazadora. Smeranda no me pareció cambiada. Durante la colación, Gregoriska ordenó sus caballos. Parecía que Kostaki no pusiera ni la mínima atención en aquella orden. Hacia las once Gregoriska nos saludó, anunciando que estaría de regreso recién a la noche, y rogando a su madre que no lo esperase a cenar: después, se volvió hacia mí y me rogó quisiera admitir sus excusas.

Salió. La mirada de su hermano lo siguió hasta cuando dejó la cámara, y en ese momento le brotó de los ojos un tal relámpago de odio que me estremecí. Pueden imaginarse con qué inquietud pasé aquel día. A nadie había confiado nuestros designios, a duras penas le hablé a Dios de ello en mis plegarias, y me parecía que todos los conocieran, que cada mirada puesta en mí pudiera penetrar y leer en lo íntimo de mi corazón... La cena fue un suplicio; hosco y taciturno, Kostaki, por costumbre, hablaba raramente: esta vez no dijo más que dos o tres palabras en moldavo a su madre, y siempre con tal acento que hacía estremecer. Cuando me levanté para subir a mi aposento, Smeranda, como de ordinario, me abrazó, y al abrazarme repitió aquella frase que desde ya ocho días no le saliera de la boca: ¡Kostaki ama a Edvige!

Esta frase me siguió como una amenaza hasta mi cámara, y aun allí me parecía que una voz fatal me susurrase al oído: ¡Kostaki ama a Edvige! Ahora el amor de Kostaki, me lo había dicho Gregoriska, equivalía a la muerte. Hacia las siete de la noche vi a Kostaki atravesar el patio. Se volvió para verme, pero me aparté para que no pudiera descubrirme. Estaba inquieta, pues por cuanto podía yo ver desde mi ventana, me parecía que él iba directamente hacia la caballeriza. Me arriesgué a correr los cerrojos de una de las puertas internas de mi cámara y pasar a la cámara vecina, desde donde podía ver todo lo que él estaba por hacer. Se dirigía, en efecto, hacia la caballeriza, y cuando hubo llegado a ella sacó él mismo su caballo favorito, ensillándolo de su propia mano con el cuidado de un hombre que da la mayor importancia a cada detalle. Vestía el mismo traje que cuando se me apareciera la vez primera, pero no llevaba otra arma que el sable. Cuando hubo ensillado el caballo, miró otra vez hacia la ventana de mi cámara. No habiéndome visto, saltó sobre la silla, se hizo abrir la misma puerta por la que saliera y debía volver su hermano, y se alejó a todo galope en dirección del monasterio de Hango. Se me apretó entonces terriblemente el corazón; un fatal presentimiento me decía que Kostaki iba al encuentro de su hermano. Estuve en la ventana hasta cuando pude distinguir el camino que, a un cuarto de legua de distancia del castillo, hacía un recodo a la izquierda y se perdía en el comienzo de un bosque. Pero la noche se tornaba cada vez más cerrada, y pronto no pude distinguir más el camino

Me quedé todavía.

Finalmente, la inquietud que me atormentaba renovó, precisamente por exceso, mis fuerzas, y pues las primeras noticias, de uno o de otro hermano, debían llegarme en la sala inferior, bajé. Miré ante todo Smeranda. En la tranquilidad de su rostro advertí que no tenía ninguna aprensión; daba órdenes para la acostumbrada cena, y los cubiertos de los hermanos estaban en los lugares habituales. No me atreví a interrogar a nadie. Por otra parte, ¿a quién hubiera podido dirigirme? En el castillo ninguno, excepto Kostaki y Gregoriska, hablaban las dos lenguas que yo sabía. Me sobresaltaba al mínimo rumor. Por costumbre, nos poníamos a la mesa a las nueve.

Había bajado a la sala a las ocho y media, y seguía con la mirada la aguja de los minutos, cuyo avance era casi visible sobre el amplio cuadrante del reloj. La viajera aguja transitó la distancia que nos separaba del cuarto de hora.

El cuarto golpeó, y las vibraciones resonaron profundas y tristes; en seguida, la aguja continuó su girar silencioso, y la vi recorrer de nuevo la distancia con la regularidad y la lentitud de la punta de un compás. Algunos minutos antes de dar las nueve me pareció oír el pataleo de un caballo en el patio. Lo oyó también Smeranda, y volvió el rostro hacia la ventana: pero la noche era demasiado oscura para poder distinguir objeto alguno. ¡Oh! Si me hubiera mirado en aquel momento, cuán presto habría adivinado lo que pasaba en mi corazón...

Se había oído el patalear de un solo caballo, y era cosa muy natural, pues estaba yo bien segura de que habría regresado un solo caballero. ¿Pero cuál? Resonaron algunos pasos en la antecámara; pasos lentos, como los de un hombre que camina hesitando: cada uno de ellos me parecía transitarme el corazón. La puerta se abrió, y en la oscuridad vi delinearse una sombra.

La sombra se detuvo un instante en la puerta; el corazón se me quedó en suspenso. La sombra avanzó, y a medida que entraba en el círculo de la luz, recobraba yo el aliento.

Reconocí a Gregoriska. Algunos momentos más, y el corazón se me quebraba. Reconocí a Gregoriska, pero estaba pálido como un cadáver. Con sólo verle se podía adivinar que había acontecido algo terrible.

-¿Eres tú, Kostaki? -preguntó Smeranda.

-No, madre mía -contestó Gregoriska con sorda voz.

-¡Ah, al fin! -dijo ella- ¿y desde cuándo acá toca a tu madre esperarte?

-Madre mía -dijo Gregoriska mirando la péndola- apenas son las nueve.

Y efectivamente en ese mismo momento sonaron las nueve.

-Es verdad -dijo Smeranda-. ¿Dónde está tu hermano?

A pesar mío se presentó en mi mente el pensamiento de que Dios había hecho la misma pregunta a Caín. Gregoriska no contestó.

-¿Nadie ha visto hasta ahora a Kostaki? preguntó Smeranda.

El vatar, o sea el mayordomo, fue a informarse

-Hacia las siete -dijo él de regreso- el conde ha estado en las caballerizas, ha ensillado con propia mano su caballo, y ha partido por el camino de Hango.

En ese instante mis ojos se encontraron con los de Gregoriska. No sé si fue realidad o alucinación, pero me pareció notar una gota de sangre en medio de su frente. Me llevé lentamente el dedo a la frente indicando el punto donde creía yo ver aquella mancha, Gregoriska me comprendió: sacó el pañuelo y se secó.

-Sí, sí -murmuró Smeranda- habrá encontrado algún lobo u oso, y se habrá entretenido en perseguirlo. He aquí por qué un hijo hace esperar a su madre. ¿Dónde le has dejado, Gregoriska?

-Madre mía -respondió éste con voz conmovida pero firme- mi hermano y yo no hemos salido juntos.

-Bien -dijo Smeranda-. Vamos a la mesa, cada uno póngase en su lugar, y luego ciérrense las puertas; quien esté afuera, dormirá afuera.

Las dos primeras partes de estas órdenes fueron estrictamente ejecutadas. Smeranda se puso en su lugar, Gregoriska se sentó a su diestra, yo a su siniestra. Después los servidores salieron para cumplir la tercera parte de las órdenes, es decir para cerrar las puertas del castillo. En ese momento mismo se escuchó un gran estrépito en el patio, y un servidor entró espantado diciendo:

-Princesa, ha entrado en este instante al patio el caballo del conde Kostaki, solo y por entero cubierto de sangre.

-¡Oh! -murmuró Smeranda levantándose pálida y amenazadora- de tal modo volvió una noche al castillo el caballo de su padre.

Dirigió una mirada a Gregoriska: no estaba pálido ya, estaba lívido. El caballo del conde Koproli, en efecto, había regresado una noche al castillo todo manchado de sangre, y una hora después los servidores encontraron y trajeron el cuerpo del amo cubierto de heridas. Smeranda tomó una antorcha de manos de un criado, se acercó a la puerta y abriéndola bajó al patio. El caballo, espantado, era retenido trabajosamente por tres o cuatro servidores que hacían toda clase de esfuerzos para tranquilizarlo. Smeranda se aproximó al animal, examinó la sangre que cubría la silla y vio una herida en su testuz.

-Kostaki fue muerto de frente -dijo ella- en duelo y por un solo enemigo. Busquen su cuerpo, hijos míos, más tarde buscaremos al homicida

Así como el caballo había entrado por la puerta de Hango, todos los servidores se precipitaron afuera por ella, y se vieron sus antorchas perderse en la campiña y entrar en lo profundo del bosque, como en una hermosa noche de estío se ven centellear las luciérnagas en la llanura de Niza o de Pisa.

Smeranda, como si hubiera estado segura de que la búsqueda no duraría mucho, aguardó enhiesta en la puerta. Ni una lágrima humedecía las mejillas de aquella madre desolada, sin embargo se veía que la desesperación rugía tempestuosa en lo profundo de su corazón... Gregoriska estaba detrás de ella, y yo cerca de Gregoriska. Al abandonar la sala, pareció querer ofrecerme su brazo, pero no se había atrevido a hacerlo. De ahí en cerca de un cuarto de hora se vio aparecer en el recodo del camino una antorcha, luego una segunda, una tercera, y finalmente se distinguieron todas. Sólo que ahora, en vez de dispersarse estaban agrupadas en torno a un centro común. Ese centro era, como bien pronto se pudo advertir, unas parihuelas1 con un hombre tendido sobre ellas. El fúnebre cortejo avanzaba lentamente, pero al cabo de diez minutos quienes lo llevaban se descubrieron instintivamente la cabeza, y taciturnos entraron en el patio, donde fue depositado el cuerpo. Entonces, con un majestuoso gesto, Smeranda ordenó que se le abriera paso, y acercándose al cadáver puso una rodilla en tierra ante él, apartó los cabellos que le formaban un velo sobre el rostro, y estuvo contemplándolo largamente, sin derramar una lágrima.

Le abrió luego la vestimenta moldava y apartó camisa ensangrentada. La herida se hallaba en la parte diestra del pecho. Debía haber sido hecha con una hoja recta y de dos filos. Recordé haber visto esa mañana misma al costado de Gregoriska el largo cuchillo de caza que servía de bayoneta a su carabina. Busqué con los ojos el arma: no estaba ya allí. Smeranda se hizo llevar agua, mojó en ella su pañuelo y lavó la llaga. Una sangre pura y tibia todavía enrojeció los labios de la herida. El espectáculo que tenía bajo los ojos era a un tiempo atroz y sublime. Aquella vasta cámara ahumada por las antorchas de resina, aquellos rostros bárbaros, aquellos ojos centelleantes de ferocidad, aquellos ropajes singulares, aquella madre que, a la vista de la sangre aun cálida, calculaba cuánto tiempo hacía que la muerte arrebatara a su hijo, aquel profundo silencio interrumpido sólo por los sollozos de los bandidos cuyo jefe era Kostaki, todo eso, repito, tenía en sí algo de atroz y de sublime. Smeranda acercó sus labios a la frente de su hijo, y se levantó; en seguida, echándose a las espaldas las largas trenzas de blancos cabellos que se le habían desunido:

-¡Gregoriska! –dijo

Gregoriska se estremeció, sacudió la cabeza y saliendo de su atonía:

-Madre mía -respondió.

-Ven aquí, hijo mío, y escúchame

Gregoriska obedeció, temblando, pero obedeció.

A medida que se aproximaba al cuerpo de Kostaki, la sangre brotaba de la herida más abundante y más roja. Afortunadamente Smeranda no miraba más hacia aquel lado, pues a la vista de aquella sangre no habría tenido ya necesidad de buscar el asesino

-Gregoriska -dijo ella- bien sé que Kostaki y tú no se miraban con buenos ojos, bien sé que tú eres un Waivady por parte de tu padre, y él un Koproli por parte del suyo, pero por parte de madre son ambos de la sangre de los Brankovan. Sé que tú eres un hombre de ciudad occidental y él un hijo de las montañas orientales; pero por el seno que los llevó a ambos, son hermanos. ¡Pues bien! Gregoriska, quiero saber si mi hijo será llevado a yacer junto a la tumba de su padre sin que haya sido pronunciado el juramento, si yo en fin podré llorar tranquila, como mujer, descansando en ti, vale decir en un hombre, para el castigo

-Dime, señora, el nombre del homicida, y ordena; te juro que dentro de una hora, si tú lo exiges, habrá dejado de vivir.

-¿Juras so pena de mi maldición, lo has entendido, hijo mío? ¿Juras que el asesino morirá, que no dejarás piedra sobre piedra de su casa: que su madre, sus hijos, sus hermanos, su mujer o su prometida perecerán por tu mano? Júralo, y, al jurarlo, invoca sobre ti la cólera celeste si faltas a la sacra promesa. Si faltas a esta sacra promesa, padecerás la miseria, la execración de los amigos, la maldición de tu madre

Gregoriska extendió la mano sobre el cadáver, y:

-¡Juro que el asesino morirá -dijo.

A aquel singular juramento, cuyo verdadero sentido yo sola y el muerto quizá podíamos comprender, vi o creí ver cumplirse un horrendo prodigio. Los ojos del cadáver se abrieron, se fijaron sobre mí más vivos cual nunca los viera, y, como si aquella mirada hubiera sido palpable, sentí penetrarme hasta el corazón un hierro candente. No resistí tanto dolor, y me desvanecí.

Cuando recobré los sentidos me encontré acostada sobre el lecho de mi cámara: una de las dos mujeres velaba cerca de mí. Pregunté dónde estaba Smeranda; me fue contestado que velaba junto al cuerpo de su hijo. Pregunté dónde estaba Gregoriska: se me dijo que en el monasterio de Hango.

Ahora no era preciso huir: ¿no había muerto Kostaki? No se debía ya hablar de boda, ¿podía yo casarme con el fratricida? Transcurrieron así tres días y tres noches en medio de extraños sueños. En la vigilia y en el sueño veía siempre aquellos dos ojos vivos en ese rostro de muerto: era una visión horrenda. Kostaki debía ser sepultado al tercer día.

Por la mañana me fue traído de parte de Smeranda un vestido completo de viuda. Me lo puse y bajé. La casa parecía vacía, todos estaban en la capilla. Me encaminé hacia ella, y al tiempo que trasponía su umbral, vino a mi encuentro Smeranda a quien no había visto desde hacia tres días.

Se hubiera dicho que era la imagen del Dolor. Con lento movimiento como el de una estatua, posó sobre mi frente sus helados labios, y con voz que parecía salir ya de la tumba, pronunció las habituales palabras; ¡Kostaki te ama!... No se pueden imaginar el efecto que produjeron en mí aquellas palabras. Esa protesta de amor expresada en presente en vez de en pasado, que decía te ama, y no ya te amaba; ese amor de ultratumba que venía a buscarme en la vida, hizo sobre mi corazón una impresión terrible. Al mismo tiempo se apoderaba de mí un extraño sentimiento, tal como si fuera verdaderamente la mujer de aquel que había muerto, no la prometida del vivo. Aquel ataúd me atraía a mi pesar, dolorosamente, como la sierpe atrae al pajarillo por ella fascinado.

Busqué con los ojos a Gregoriska; lo vi pálido y enhiesto contra una columna: miraba hacia lo alto. No sé decir si me vio. Los monjes del convento de Hango rodeaban el cuerpo cantando salmos del rito griego, a veces armoniosos, con frecuencia monótonos. También yo hubiera querido orar, pero la plegaria expiraba
en mis labios; mi mente estaba tan confusa que me parecía antes bien presenciar un consistorio de demonios que una reunión de monjes. Cuando fue sacado el cuerpo de allí, quise seguirlo, pero desfallecieron mis fuerzas. Sentí doblárseme las piernas, y me apoyé en la puerta. Entonces Smeranda se me acercó e hizo una seña a Gregoriska. Este se aproximó. Smeranda me habló en moldavo:

-Mi madre me ordena repetirte palabra por palabra lo que va a decir -me expresó Gregoriska Smeranda habló de nuevo; cuando hubo terminado:

-He aquí las palabras de mi madre -dijo él-: Lloras a mi hijo, Edvige, tu lo amabas, ¿verdad? Te agradezco las lágrimas y tu amor; de ahora en adelante tienes una patria, una madre, una familia. Derramemos las muchas lágrimas debidas a los muertos, luego seamos de nuevo dignas ambas de aquel que ya no es... ¡yo su madre, tú su mujer! Adiós, vuelve a tu cámara; yo acompañaré a mi hijo hasta su última morada; cuando regrese, me encerraré en mi estancia con mi dolor, y me volverás a ver sólo cuando lo haya vencido; estate tranquila, mataré este dolor, porque no quiero que me mate a mí.

A estas palabras de Smeranda, traducidas por Gregoriska, no pude responder sino con un gemido. Subí a mi cámara: el fúnebre cortejo se alejó, y lo vi desaparecer en el ángulo del camino. El convento de Hango estaba a sólo media legua de distancia del castillo en línea recta; pero los obstáculos del suelo hacían dar muchas vueltas al camino, de modo que se empleaban dos horas en recorrer aquel espacio.

Era el mes de noviembre. Las jornadas se habían tornado frías y breves, y a las cinco ya era noche oscura. Hacia las siete vi reaparecer las antorchas; el cortejo fúnebre había regresado. El cadáver reposaba en la tumba de sus padres; todo estaba concluido.

Les dije ya en qué singular pesadilla vivía presa luego del fatal suceso que nos sumergiera a todos en el duelo, y sobre todo después que viera reabrirse y fijarse sobre mí los ojos cerrados del muerto. La noche que siguió, oprimida por las emociones experimentadas durante el día, estaba aún más triste. Escuchaba sonar todas las horas del reloj del castillo, y a medida que el tiempo fugitivo me acercaba al momento en que había muerto Kostaki, me sentía cada vez más desconsolada. Sonaron las nueve menos cuarto. Entonces se apoderó de mí una extraña sensación. Me corría por todo el cuerpo un terror, un estremecimiento que me helaba; luego una especie de sueño invencible entorpecía mis sentidos, me oprimía el pecho, y me velaba los ojos. Tendí el brazo y fui a caer de espaldas sobre el lecho. Sin embargo no había perdido totalmente los sentidos como para que no pudiera oír como unos pasos acercándose a mi puerta, después me pareció abrirse la puerta, en seguida no vi ni escuché más nada. Sólo sentí un vivo dolor en el cuello. Luego de lo cual caí en profundo letargo.

Me desperté a medianoche; mi lámpara ardía aún; intenté levantarme, pero estaba tan débil que hube de repetir la tentativa dos veces. Finalmente logré superar mi debilidad, y como despierta sentía en el cuello el mismo dolor que experimentara en el sueño, me arrastré, apoyándome en el muro, hasta el espejo, y miré. Algo que semejaba la punzadura de un alfiler marcaba la arteria de mi cuello. Creí que algún insecto me hubiera picado durante el sueño, y como me sentía abatida por la extenuación, me acosté de nuevo y me dormí. A la mañana me desperté como de costumbre; pero entonces sentí una tal debilidad como la experimentara sólo una vez en mi vida, a la mañana siguiente de un día en que fuera sangrada. Me miré en el espejo, y me sorprendí de mi extraordinaria palidez. La jornada transcurrió triste y oscura; experimentaba yo una cosa singular; cuando me encontraba en un lugar sentía necesidad de
quedarme allí: cualquier cambio de posición me fatigaba.

Llegada la noche, me trajeron la lámpara; mis mujeres, según podía yo comprender por sus gestos, se ofrecieron a quedarse conmigo. Se lo agradecí y salieron. A la misma hora que la noche precedente experimenté los mismos síntomas. Quise levantarme entonces y pedir ayuda; pero no pude llegar a la salida. Oí vagamente dar las nueve menos cuarto; los pasos resonaron, se abrió la puerta, pero yo no veía ni escuchaba nada, y, como la noche anterior, caí de espaldas sobre el lecho. Como el día anterior experimenté un dolor en el mismo sitio. Como el día anterior me desperté a medianoche; pero más pálida y más débil aún. Al día siguiente se renovó la horrible pesadilla.

Estaba decidida a bajar a la estancia de Smeranda por muy débil que me sintiera, cuando entró en la cámara una de mis mujeres y pronunció el nombre de Gregoriska. El joven la seguía. Intenté levantarme para recibirle; pero volví a caer en mi sillón. Él dio un grito al verme, y quiso lanzarse hacia mí; pero tuve la fuerza de tender el brazo hacia él.

-¿Qué vienes a hacer aquí? -le pregunté.

-¡Ay! -dijo él- ¡venía a decirte adiós! A decirte que abandono este mundo que me es insoportable sin tu amor y tu presencia; a anunciarte que me retiro al monasterio de Hango.

-Gregoriska -le respondí- estás privado de mi presencias, pero no de mi amor. ¡Ay! Te amo siempre, y mi mayor pena es que este amor sea en adelante casi un delito.

-Entonces, ¿puedo esperar que rogarás por mí, Edvige?

-Sí, pero no lo podré hacer por largo tiempo -repliqué yo con una sonrisa.

-¿Por qué no? Pero en verdad te veo muy abatida. Dime, ¿qué tienes? ¿Por qué tan pálida?

-Porque... Dios tiene ciertamente piedad de mí, y a él me llama.

Gregoriska se me acercó, me tomó una mano que no tuve fuerza de sustraerle, mirándome fijo al rostro:

-Esa palidez no es natural, Edvige -me dijo ¿cuál es la causa?

-Si te la dijera, Gregoriska, creerías que estoy loca.

-No, no, habla, Edvige, te lo suplico; estamos en un país que no se parece a ningún otro país, en una familia que no se asemeja a ninguna otra familia. Dime, dímelo todo, te lo encarezco.

Se lo narré todo: la extraña alucinación que me poseía a la hora en que Kostaki debió morir; ese terror, ese letargo, ese frío glacial, esa postración que me hacía caer de espaldas sobre el lecho, ese ruido de pasos que me parecía oír, esa puerta que creía ver abrirse, y finalmente ese agudo dolor en el cuello seguido de una palidez y de una debilidad siempre crecientes. Creía yo que mi relato parecería a Gregoriska un comienzo de locura, y lo terminaba con una cierta timidez, cuando por el contrario advertí que me prestaba gran atención.

Cuando hube terminado de hablar, Gregoriska reflexionó un instante.

-¿De manera -preguntó él- que te duermes cada noche a las nueve menos cuarto?

-Sí, por muchos que sean los esfuerzos que haga para resistir al sueño.

-¿Y a esa misma hora crees ver abrirse la puerta?

-Sí, aunque eche el cerrojo.

-¿Y luego experimentas un agudo dolor en el cuello?

-Sí, aunque sea apenas visible la señal de la herida.

-¿Me permites ver?

Doblé la cabeza hacia atrás. Examinó él la cicatriz.

-Edvige -dijo Gregoriska después de un momento de reflexión-, ¿tienes confianza en mí?

-¿Me lo preguntas? -contesté.

-¿Crees en mi palabra?

-Como creo en el Evangelio.

-¡Bien! Edvige, por mi fe, te juro que no tienes ocho días de vida si no aceptas hacer, hoy mismo, lo que voy a decirte.

-¿Y si consiento?

-Si consientes, quizás te salves

-¿Quizás? -él se calló-. Suceda lo que fuere, Gregoriska -continué diciendo yo- haré cuanto me ordenes hacer.

-Escucha entonces -dijo él- y ante todo no te espantes. En tu país, como en Hungría y en nuestra Rumanía, existe una tradición

Temblé porque esa tradición ya había vuelto a mi memoria

-¡Ah! ¿Sabes lo que quiero decir?

-Sí -contesté- en Polonia vi algunas personas padecer el horrendo hecho

-Quieres hablar del vampiro, ¿no es verdad?

-Sí, niña aún, me sucedió ver desenterrar en el cementerio de una aldea perteneciente a mi padre cuarenta personas muertas en quince días, sin que se hubiera podido en ninguna ocasión acertar con la causa de su muerte. Diecisiete de esos cadáveres expusieron todos los signos de vampirismo, es decir fueron encontrados frescos como si hubieran estado vivos; los otros eran sus víctimas.

-¿Y qué se hizo para liberar de eso a la región?

-Se les clavó un palo en el corazón, y luego los quemaron.

-Sí, así se acostumbra hacer; pero para nosotros eso no basta. Para librarte de tu fantasma antes quiero conocerlo, y ¡por Dios! lo conoceré. Sí, y si es preciso, lucharé cuerpo a cuerpo con él, quienquiera fuere.

-¡Oh, Gregoriska! -exclamé espantada.

Dijo:

-Quienquiera que fuere, lo repito. Mas para llevar a buen fin esta terrible aventura, es necesario que hagas todo lo que te exigiré.

-Di.

-Estate preparada a las siete. Desciende a la capilla, pero desciende sola; es necesario que venzas a toda costa tu debilidad, Edvige. Allí recibiremos la bendición nupcial. Consiéntemelo, amada mía: para velar por ti. Luego subiremos de nuevo a esta cámara, y entonces veremos.

-¡Oh! Gregoriska -exclamé- ¡si es él, te matará!

-No temas, amada Edvige. Consiente solamente.

-Sabes bien que haré todo lo que quieras, Gregoriska.

-Entonces, hasta luego a la noche.

-Sí, haz lo que creas más oportuno, y te secundaré yo cuanto mejor pueda; adiós

Se fue. Un cuarto de hora después vi a un caballero precipitarse a toda carrera por el camino del monasterio; era él

Apenas le hube perdido de vista, caí de rodillas y oré, oré como ya no se reza en nuestras tierras sin fe, y aguardé a las siete, ofreciendo a Dios y a los santos el holocausto de mis pensamientos; no me levanté sino al sonar las siete. Estaba débil como una moribunda, pálida como una muerta. Me eché sobre la cabeza un gran velo negro, descendí la escalera, apoyándome en el muro, y me dirigí a la capilla sin encontrar a nadie.

Gregoriska me esperaba con el padre Basilio, prior del monasterio de Hango. Ceñía una espada santa, reliquia de un antiguo cruzado que asistiera a la toma de Constantinopla con Ville-Hardouin y Baldouin de Flandes.

-Edvige -dijo él golpeando con la mano su espada- con la ayuda de Dios, ésta romperá el encantamiento que amenaza tu vida. Acércate, pues, resueltamente; este santo hombre, que ya ha recibido mi confesión, recibirá nuestros juramentos.

Comenzó la ceremonia; quizá nunca otra fue más sencilla y a un tiempo más solemne. Nadie asistía al monje; él mismo nos puso sobre la cabeza las coronas nupciales. Vestidos ambos de luto, giramos en torno al altar con un cirio en la mano; luego el monje, tras pronunciar las sacras palabras, agregó:

Váyanse ahora, hijos míos, y el Señor les dé fuerza y valor para luchar contra el enemigo del humano género. Armados de la inocencia de ustedes y defendidos por Su justicia, vencerán al demonio. Vayan, y benditos sean.

Besamos los libros santos y salimos de la capilla. Entonces por vez primera me apoyé en el brazo de Gregoriska, y me pareció que al contacto de aquel fuerte brazo, de aquel noble corazón, volvía a mis venas la vida. Estaba segura del triunfo, porque Gregoriska estaba conmigo; subimos a mi cámara. Sonaban las ocho y media.

-Edvige -me dijo entonces Gregoriska- no tenemos tiempo que perder. ¿Quieres dormir, como de costumbre, para que todo suceda durante tu sueño, o bien permanecer desvelada y verlo todo?

-Junto a ti nada temo: quiero permanecer despierta y verlo todo

Gregoriska extrajo de su pecho un boj bendito, húmedo aún de agua santa, y me lo dio:

-Toma entonces esta ramita -me dijo- acuéstate en tu lecho, recita las preces de la Virgen y aguarda sin temor. Dios está con nosotros. Cuida ante todo de no dejar caer la ramita; con ella podrás ordenar aun en el infierno. No me llames, no des ningún grito; reza, confía y aguarda.

Me acosté en el lecho. Crucé las manos sobre el seno, y puse sobre él la ramita bendecida. Gregoriska se ocultó tras del trono de que ya hablé. Contaba yo los minutos, y de seguro mi esposo hacía lo mismo. Sonaron los tres cuartos. Vibraba aún el tañir del martillo, cuando me sentí presa del mismo entorpecimiento, del mismo terror y del mismo frío glacial de los días precedentes; acerqué a mis labios la rama bendita, y aquella primera sensación se desvaneció.

Oí entonces muy claro el ruido de aquel conocido paso lento y medido que subía los peldaños de la escalera y se aproximaba a la puerta. Luego la puerta se abrió despaciosamente, sin ruido, como empujada por sobrenatural fuerza, y entonces... -La voz se apagó a medias, casi sofocada en la garganta de la narradora-. Y entonces -continuó haciendo un esfuerzo- vi a Kostaki, pálido como se me apareciera en las parihuelas; los largos cabellos negros, cayéndole sobre las espaldas, goteaban sangre; vestía como de costumbre, pero tenía descubierto el pecho y dejaba ver su sangrante herida. Todo estaba muerto, todo era cadáver... carne, ropas, porte... solamente los ojos, aquellos terribles ojos, estaban vivos.

Ante aquella aparición, ¡extraño es decirlo!, en vez de sentir duplicárseme el espanto, sentí crecerme el valor. Dios me lo enviaba de seguro para decidir mi situación y defenderme del infierno. Al primer paso que el espectro dio hacia mi lecho, le clavé intrépidamente los ojos en el rostro y le presenté la rama bendita. El espectro intentó avanzar, pero un poder más fuerte que él lo retuvo en el sitio. Se detuvo.

-¡Oh! -murmuró- ella no duerme, lo sabe todo.

Pronunció él estas palabras en lengua moldava, y sin embargo las comprendí yo como si hubieran sido pronunciadas en lengua por mí sabida.

Estábamos así uno frente al otro, el fantasma y yo, sin que pudiera apartar mis miradas de las suyas, cuando con el rabillo del ojo vi a Gregoriska salir detrás del baldaquino, semejante al ángel exterminador y con la espada en el puño. Se hizo la señal de la cruz con la mano siniestra, y avanzó lentamente con la espada tendida vuelta hacia el fantasma; éste, al ver al hermano, desenvainó también el sable soltando una horrible carcajada; pero apenas su sable tocó el hierro bendito, el brazo le cayó inerte junto al cuerpo. Kostaki exhaló un suspiro de rabia y desesperación.

-¿Qué quieres de mí? -preguntó al hermano.

-En nombre del Dios verdadero y viviente dijo Gregoriska- te conjuro a que respondas.

-Habla -dijo el espectro rechinando los dientes.

-¿Te he tendido yo una emboscada?

-No.

-¿Te he asaltado yo?

-No.

-Te he herido yo?

-No.

-Te arrojaste tú mismo sobre mi espada y tú mismo corriste al encuentro de la muerte. Luego, ante Dios y los hombres no soy culpable yo del delito de fratricidio; luego no has recibido una misión divina sino infernal; luego has salido de tu tumba no como una sombra santa sino como un espectro maldito, y volverás a tu tumba.

-¡Con ella, sí! -exclamó Kostaki haciendo un supremo esfuerzo para apoderarse de mí.

-¡Volverás allá solo! -exclamó a su vez Gregoriska-. Esta mujer me pertenece.

Y al pronunciar tales palabras tocó con la punta del hierro bendito la llaga viva. Kostaki exhaló un grito como si le hubiera tocado una espada de fuego y, llevándose una mano al pecho, dio un paso atrás. Al mismo tiempo, Gregoriska, con un movimiento que parecía coordinado con el del hermano, dio un paso
adelante; entonces, con los ojos fijos en los ojos del muerto, con la espada contra el pecho de su hermano, comenzó una marcha lenta, terrible, solemne. Era algo semejante al pasaje de don Juan y el comendador; el espectro retrocedía bajo la presión de la sacra espada, bajo la voluntad irresistible del campeón de Dios, que lo seguía paso a paso, sin pronunciar una palabra, ambos anhelantes, ambos lívidos del rostro, el vivo arrojando al muerto y obligándolo a abandonar el castillo, su anterior morada, para volver a la tumba, su morada futura... Lo aseguro, a fe mía, ¡era cosa horrenda de verse! Y sin embargo, yo misma, movida por una fuerza superior, invisible, desconocida, sin saber lo que hacía, me levanté y los seguí. Bajamos la escalera, iluminados sólo por las ardientes pupilas de Kostaki. Atravesamos la galería y el patio, y luego traspusimos la puerta siempre con el mismo paso medido, el espectro retrocediendo, Gregoriska con el brazo tendido, yo detrás de ellos.

Esta marcha fantástica duró una hora, pues era necesario volver el cadáver a su tumba; pero en vez de seguir el camino acostumbrado, Kostaki y Gregoriska atravesaron el terreno en línea recta, cuidándose poco de los obstáculos, que para ellos ya no existían; ante ellos el suelo se allanaba, los torrentes se secaban, los árboles se apartaban, las rocas se abrían. El mismo milagro se operaba para mí: sólo que el cielo me parecía todo cubierto de un negro velo, las lunas y las estrellas habían desaparecido y en medio de las tinieblas sólo veía resplandecer los ojos llameantes del vampiro. Llegamos de tal modo a Hango y pasamos a través del seto vivo de madroños que servía de cerco al cementerio. Apenas entrada, distinguí entre las sombras la tumba de Kostaki, junto a la de su padre, no sabía que estuviera allí y sin embargo la reconocí. Nada me era desconocido en aquella noche.

Gregoriska se detuvo al borde de la fosa abierta.

-Kostaki -dijo él- aun no está todo terminado para ti, y una voz del cielo me avisa que puede concebirse el perdón si te arrepientes; ¿prometes retornar a la tumba?, ¿no salir de ella más?, ¿consagrar a Dios el culto que consagraste al infierno?.

-¡No! -respondió Kostaki.

-¿Te arrepientes? -preguntó Gregoriska.

-¡No!

-Por última vez, ¿te arrepientes?

-¡No!

-¡Bien! Invoca la ayuda de Satanás, como invoco yo la de Dios, y veremos quién saldrá esta vez aún victorioso.

Resonaron simultáneamente dos gritos; los hierros se cruzaron despidiendo centellas, y la lucha duró un minuto que me pareció un siglo. Kostaki cayó; vi alzarse la terrible espada de su hermano, introducírsela en el cuerpo, y clavar ese cuerpo sobre la tierra recién removida. Un último grito que nada tenía de humano se alzó por el aire. Acudí: Gregoriska estaba en pie, pero vacilante. Le di apoyo con mis brazos.

-¿Estás herido? -le pregunté ansiosamente.

-No -me respondió- pero en tal duelo, querida Edvige, la lucha, no la herida, mata. He luchado con la muerte, y a ella pertenezco.

-Amigo, amigo -exclamé- aléjate de aquí y acaso vuelvas a la vida.

-No, ésta es mi tumba, Edvige, pero no perdamos tiempo; toma un poco de esta tierra impregnada de su sangre y aplícala a la mordedura que te hizo; es el único medio que puede preservarte en el porvenir de su horrendo amor.

Obedecí temblando. Me incliné para recoger aquella tierra sanguinosa, y al doblarme vi el cadáver clavado al suelo: la espada bendita le atravesaba el corazón, y una sangre oscura le brotaba abundante de la herida, como si hubiera muerto en aquel momento.

Amasé un poco de tierra con la sangre, y apliqué a mi herida el espantoso talismán.

-Ahora, mi adorada Edvige -dijo Gregoriska con voz semiapagada- escucha bien mi último consejo. Abandona el país apenas te sea posible. Sólo la distancia es una seguridad para ti. El padre Basilio recibió hoy mi suprema voluntad y la cumplirá. ¡Edvige, un beso! ¡El último, el único beso! ¡Edvige, me muero!

Y así diciendo, Gregoriska cayó junto al hermano.

En cualquier otra circunstancia, en medio de aquel cementerio, cerca de aquella tumba abierta, con aquellos dos cadáveres yaciendo uno junto al otro, hubiera enloquecido; pero como dije ya, Dios me había inspirado una fuerza igual a los acontecimientos, de los que él me hacía no sólo testigo sino también actriz.
Mientras miraba a mi alrededor en busca de ayuda, vi abrirse la puerta del monasterio y avanzar los monjes de a dos conducidos por el padre Basilio, llevando cirios ardientes y cantando las preces de difuntos. El padre Basilio había llegado hacía poco al convento, y previendo lo sucedido, se dirigía al cementerio con toda la congregación. Me encontró viva cerca de los dos muertos. Una última convulsión había retorcido el rostro de Kostaki; Gregoriska en cambio estaba tranquilo y casi sonriente. Fue sepultado, como lo deseara él, junto al hermano, el cristiano junto al maldito. Smeranda, cuando tuvo noticia de la nueva desdicha, quiso verme, fue a buscarme al convento de Hango, y supo de mis labios cuanto había acontecido en aquella tremenda noche.

Le referí todos los detalles de la fantástica historia, pero ella me escuchó, como ya me escuchara Gregoriska, sin mostrar estupor ni espanto.

-Edvige -me contestó ella después de un instante de silencio- por muy extraño que sea lo que me has narrado, dijiste sólo la verdad. La estirpe de los Brankovan está maldita hasta la tercera y cuarta generación, porque un Brankovan mató a un sacerdote. El término de la maldición ha llegado, pues tú, aunque esposa, eres virgen, y en mí se extingue el linaje. Si mi hijo te ha dejado en herencia un millón, tómalo.

Después de mi muerte, salvo los píos legados que tengo la intención de hacer, recibirás el resto de mis bienes. Y ahora sigue el consejo de tu esposo. Vuelve lo más presto que puedas a aquellas tierras donde Dios no permite que se cumplan tan horrendos prodigios. No necesito de nadie para llorar conmigo a mis hijos. Mi dolor quiere soledad. Adiós, no me tengas ya en cuenta. Mi suerte futura me pertenece a mí sola y a Dios.

Y luego de besarme en la frente como de costumbre, me dejó y fue a encerrarse en el castillo de Brankovan.

Ocho días después partí para Francia. Como lo esperara Gregoriska, mis noches no fueron turbadas ya por el terrible fantasma. Se restableció mi salud, y de aquel suceso no me quedó otro recuerdo fuera de esta palidez mortal que suele acompañar hasta la tumba a toda humana criatura que haya sufrido el beso de un
vampiro.


Alejandro Dumas

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