domingo, 15 de julio de 2012

¿Sabes qué relato empieza así?

El feto apareció envuelto en trapos sucios y manchados de sangre. El Capitán ordenó que se lo dieran a los chanchos. Varios días después, ante la sorpresa general, vino el Jorobadito con la noticia de que el feto vivía y tenía los ojos abiertos. Herminia, la chancha más feroz, hirsuta y grosera, la menos sospechable de instinto maternal, lo defendió de nosotros con dientes y uñas. De algún modo se las había ingeniado para hacerlo vivir y ahora quería retenerlo. Se lo dejamos, no sin que antes el Jorobadito perdiera la mano derecha. Lo curamos como pudimos, porque allí no había médicos, y él juró vengarse.


Le llevó varios meses, entre su curación y el trabajo práctico, obtener la caja obscura de torturar chanchos. El Capitán lo dejó hacer, a condición de que no se perdiera una gota de sangre: a nosotros nos gustaban mucho las morcillas, y por otra parte estábamos definitivamente hartos de comer pescado. Somos pescadores. Vivíamos de la pesca. Y como en la costa eran todos pescadores como nosotros, no había a quien venderle nuestra mercadería ni fórmulas posibles de intercambio: comíamos pescado... Por eso apreciábamos al Jorobadito, el único entre nosotros con talento para la cría de chanchos y fabricación de embutidos. Y la Gorda se ocupaba de los sembrados.


Se pensó en la Gorda como origen del feto. No había pruebas, pero ella era la única mujer apropiada para disimular un embarazo entre tanta cantidad de grasa. Otros, y especialmente después de la historia de la supervivencia del nonato en manos de la chancha, hablaban de milagros. Pero había puntos dudosos en esta teoría: el milagro provendría del Cristo Atlante de Desdémona, ese cristo sonriente, irritante, con cabeza de pez, y por tanto poco inclinado a milagrear un feto enteramente humano. Si hubiese aparecido una sirena no habríamos tenido dudas.


Yo no presté al principio mayor atención a estos sucesos. Me sentía perturbado y un poco, yo mismo, como una especie de feto mental, y quería nacer. Mi tendencia a la mutación se evidenciaba en un rechazo por lo salado: me asqueaba comer pescado, me asqueaba el gusto del sexo de Desdémona, me asqueaba el agua del mar, que trataba de no tragar cuando nadaba. Pero era verano. Un verano muy cálido. Abundaba el pescado, la necesidad sexual era intensa, y había que meterse en el mar. Yo corporizaba el rechazo a esta vida en la costa vomitando varias veces al día. Y me rompía la cabeza buscando una fórmula para alejarme de allí definitivamente, sin encontrar, en mi indigencia material y afectiva, ninguna solución.

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