domingo, 24 de marzo de 2013

Fragmento de El Cuenco de los Vientos

Título original: A Crown of Swords
© 1996 by Robert Jordan

«No podemos tener salud ni nada bueno puede crecer,
pues la tierra es una con el Dragón Renacido
y él es uno con la tierra. Alma de fuego, corazón de piedra,
altivo conquista y obliga a los altivos a doblegarse.
Conmina a las montañas a que se arrodillen,
a los mares a que le abran paso,
y al propio firmamento a que le rinda pleitesía.
Ojalá el corazón de piedra recuerde el llanto
y el alma de fuego, el amor.»

Fragmento de la controvertida traducción
de Las Profecías del Dragón
por la poetisa Kyera Termendal, de Shiota,
supuestamente publicada entre el 700 y el 800 AL

PRÓLOGO

Rayos

Desde el alto ventanal en arco, a unos ciento veinte metros del suelo y no mucho más abajo del ápice de la Torre Blanca, Elaida alcanzaba a ver las onduladas llanuras y bosques que, kilómetros más allá de Tar Valon, lindaban con el anchuroso río Erinin, el cual discurría desde el noroeste antes de bifurcarse alrededor de las blancas murallas de la urbe insular. Al nivel del suelo, las largas sombras matinales debían de estar proyectando oscuros perfiles sobre la ciudad, pero desde esa ventajosa posición todo parecía claro y luminoso. Ni siquiera las legendarias Torres Infinitas de Cairhien rivalizaban realmente con la Torre Blanca. Desde luego, ninguna de las torres menores de Tar Valon lo hacía, a pesar de lo mucho que la gente se hiciera lenguas de ellas y de sus gráciles pasarelas arqueadas.

A esa altura una brisa casi constante aliviaba el calor antinatural que azotaba al mundo. Pasada la Fiesta de las Luces, una profunda capa de nieve debería haber cubierto el suelo, pero el tiempo parecía el propio de un tórrido verano en plena canícula. Otra señal, si es que hacían falta más, de que la Última Batalla estaba próxima y de que la mano del Oscuro tocaba el mundo. Ni que decir tiene que Elaida no permitía que el calor la afectase ni cuando descendía a los pisos bajos. La brisa no era la razón de que hubiese hecho trasladar sus aposentos allí arriba, a esas sencillas habitaciones, a pesar del inconveniente que representaban tantas escaleras.

Las baldosas lisas, de un tono rojizo, y las paredes de blanco mármol adornadas por unos pocos tapices no tenían comparación con la grandiosidad del estudio y los aposentos de la Amyrlin situados mucho más abajo. Aún utilizaba esas estancias de vez en cuando —en las mentes de algunas personas ese fausto se asociaba con el poder de la Sede Amyrlin— pero residía arriba, y también trabajaba allí las más de las veces. Por la vista. Pero no de la ciudad ni del río ni de los bosques, sino de lo que empezaba a cobrar forma en los terrenos de la Torre.

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