En los niveles superiores de las subsecciones más ricas de la ciudad se
encuentran los solarios naturales, en los que un tabique de cuarzo, con
una pantalla movible de metal, excluye el aire y permite la entrada a la
luz del sol. Allí las esposas y las hijas de los administradores y
ejecutivos de más alto rango de la ciudad pueden broncearse. Allí acontece
algo único todas las noches: ¡oscurece!
En el resto de la ciudad sólo existen los ciclos arbitrarios de las horas.
Las luces de los apartamentos disminuyen a medida que transcurren las
horas de oscuridad, y el pulso de la ciudad se debilita. Aunque nadie
pueda distinguir el mediodía de la medianoche mediante ningún fenómeno
cósmico a lo largo de las avenidas subterráneas de la ciudad, la humanidad
persiste en la muda división del horario.
Los expresvías circulan vacíos; el ruido de la vida disminuye; la movible
muchedumbre que transita por los larguísimos callejones desaparece; la
ciudad de Nueva York yace en la sombra no advertida de la Tierra. Sus
habitantes duermen.
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