viernes, 5 de abril de 2019

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El origen del mal
De Brian Lumley

El agente estaba tendido en una mancha de nieve, sobre un montón de piedras blancas, en la cresta oriental de lo que había sido en otro tiempo el paso de Perchorsk, en el centro de los montes Urales. A través de unos prismáticos de visión nocturna observó una zona de casi una hectárea de tierras onduladas y de un gris plateado que se extendía sobre el barranco abierto a sus pies. Vista a la luz de la luna, aquella superficie podía ser tomada fácilmente por hielo, pero Mijaíl Simonov sabía que no se trataba de un glaciar ni de un río helado, sino de una plancha de metal de unos ciento veinte metros de longitud por algo menos de sesenta de ancho. A todo lo largo de los bordes irregulares que la recorrían en el sentido longitudinal, donde su bóveda suavemente curvada se juntaba con las paredes rocosas del desfiladero, y a ambos extremos, donde el arqueado metal se elevaba en línea recta hacia unas macizas barreras de masa pétrea o diques, «sólo» tenía quince centímetros de grueso, pero en su centro la plancha moldeada era de sesenta centímetros. Esto, por lo menos, es lo que habían registrado los instrumentos de observación de los satélites espías americanos, como también el hecho de tratarse de la mayor reserva de plomo acumulada en toda la superficie del globo.
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