
Con la ruptura todo perdió interés, y cualquier comentario, canción, novela por entregas o serial de radio avivaba el dolor y la sensación de vacío. Incluso llegué a atribuirme parte de culpa: «Quizás fui egoísta, pensé, quizás pude hacer más para que no buscara otros brazos».
Por entonces pasaba los días recluida, alejada de todo, salvo de la cajita de carne de membrillo que con los años llené de las postales que me mandó por mis cumpleaños, las cartas de cuando hizo el servicio militar en Ceuta, fotos nuestras en la Feria de Sevilla y la playa de María Trifulca, alguna que otra entrada del cine de verano, y de rosas, envueltas en papel, y que en su día dejé secar en un libro. Recuerdos a los que me aferré pese a un dolor que empezó a remitir con tu llegada.
No olvido el día en que una voz desconocida anunció en el patio de vecinos el correo, y cómo sin ánimos, una bata y un improvisado moño bajé al escuchar mi nombre. Allí te vi por primera vez, con tu uniforme gris y la cartera de piel al hombro, entregado, sin perder la sonrisa, al “interrogatorio”. Una escena que se me antojó divertida, y que observé hasta que reparaste en mí. Recuerdo tu sonrisa de complicidad, y cómo al marcharse las vecinas me acerqué azorada y te di mi nombre. Sólo quería la carta y marcharme. Cuál no sería mi sorpresa cuando fingiendo confusión me diste el tuyo.
He de confesar que a primera vista no me gustaste, pero esa sonrisa, tu voz, cálida y siempre amable, y la actitud desenfadada, supieron devolverme buena parte de la alegría perdida. Cada vez que recordaba lo ocurrido sonreía como una tonta.
Desde entonces pasaste cada día, pero al no traerme cartas me contentaba con mirarte desde mi ventana. El verte me alegraba, y me ponía nerviosa. ¿Podría ser eso amor? Sólo sé que contigo volvió la necesidad de sentirme querida, de los abrazos y miradas, de los “te quiero” al oído y los besos ciegos. Con todo no sabía si esa necesidad me hacía idealizarte, pero en cualquier caso la duda me alejó del padecer, hasta que éste se quedó en nada. Pasaste a ocupar un lugar en mis pensamientos y sueños, y no podía evitar pensar qué hubiera pasado de conocerte comprometida, y así seguí hasta que me cansé de pensar. Esa tarde me envíe una carta a mí misma, y aprovechando que estaba el fin de semana por medio tomé parte de mis ahorros y di un paseo hasta el centro. Hacía un día demasiado bueno para coger el tranvía.
Desde entonces pasaste cada día, pero al no traerme cartas me contentaba con mirarte desde mi ventana. El verte me alegraba, y me ponía nerviosa. ¿Podría ser eso amor? Sólo sé que contigo volvió la necesidad de sentirme querida, de los abrazos y miradas, de los “te quiero” al oído y los besos ciegos. Con todo no sabía si esa necesidad me hacía idealizarte, pero en cualquier caso la duda me alejó del padecer, hasta que éste se quedó en nada. Pasaste a ocupar un lugar en mis pensamientos y sueños, y no podía evitar pensar qué hubiera pasado de conocerte comprometida, y así seguí hasta que me cansé de pensar. Esa tarde me envíe una carta a mí misma, y aprovechando que estaba el fin de semana por medio tomé parte de mis ahorros y di un paseo hasta el centro. Hacía un día demasiado bueno para coger el tranvía.

No hay comentarios:
Publicar un comentario