viernes, 14 de octubre de 2011

Yo vengo a hablar de mis libros

Tranquilos. No vengo a spamearos, ni a hacerme una propaganda masiva y pertinaz de las criaturas que con más o menos fortuna haya sido capaz de pergeñar en un papel. No porque esté mal vista la autopropaganda, que si un autor tiene un blog es, sobre todo, para eso; sino porque, como creo que todos los que os pasáis por aquí ya sabéis, yo no escribo.


Pero sí que tengo libros que considero míos aunque los hayan escrito otros. Son libros que han tenido una influencia decisiva en mi vida, que me acompañan desde que los conocí, y que espero que lo sigan haciendo durante muchos años. Algunos no son los originales. No son el volumen físico en que los leí por primera vez, pero son los personajes y las historias que narran los que han tenido una responsabilidad importante en el hecho de que esté, en esta etapa de mi vida, contándoos estas y otras historias.

Hoy vengo a hablar de varios libros que han ejercido en mí una gran influencia desde que los descubrí y que me abrieron un mundo mágico: el de las antiguas mitologías.


Fui educada en un ambiente poco religioso, en el que la palabra «jesuita» era utilizada por mi abuela como sinónimo de hipócrita y en el que la lectura y el cine eran la principal fuente de ocio. Por eso no resulta extraño que en cuanto conocí las fabulosas historias existentes en la mitología griega de manos de mi hermana, cinco años mayor que yo, me sintiese totalmente atraída por esas leyendas, y no las viera como aberraciones paganas, que era lo que nos explicaban en el colegio.


Tampoco resulta extraño, para quien conozca la pasión que siento por los libros que, teniendo doce años y al preguntarme mi madre que iba a hacer con el dinero de las «estrenas», como llamamos aquí al aguinaldo que todos los familiares dan a los niños el día de Navidad, mi respuesta fuese inmediata: comprarme novelas, muchas novelas. Esperaba tener lectura por lo menos hasta mayo, que llegaba mi cumpleaños (ya en aquella época era una devoradora compulsiva). Pero mi madre, sabia mujer, me dijo que me permitía comprarme todas las novelas que quisiera si entre ellas me compraba un libro «serio» y me lo leía. Ella entendía por un libro serio uno que no fuese una novela, un tratado de algo, como se les llamaba entonces. Eso sí, por suerte le daba igual que hablase sobre la cría del caracol africano o sobre el precio del trigo en el siglo XIV.

Recuerdo aquella tarde como si fuese ahora, revolviendo entre las estanterías y los montones de libros del lugar que consideraba mi paraíso particular, la librería Paris―Valencia. Hace más de 40 años que conozco esa librería. La verdad, no sé desde cuando está abierta, creo que fue después de la guerra, pero en este tiempo no ha cambiado nada. Se mantiene con ese aspecto de oficio, profesionalidad y amor por los libros que hace que sea un lugar realmente emblemático. Huele a papel, a tinta, a polvo, y puedes encontrar verdaderas joyas. Allí, en un expositor vertical y viendo que el dinero se agotaba y que todavía tenía que comprarme el libro serio, me fijé en un volumen pequeño, de bolsillo, de Plaza y Janés titulado Historia de los griegos. Historia de Roma, de Indro Montanelli. Su título era bastante anodino, pero las historias que me contaba mi hermana sobre los dioses griegos y los péplums (películas de los 60 y 70 de ambientación grecorromana) que solía degustar con pasión acompañada de mi padre, hicieron que el flechazo fuera instantáneo. Su módico precio (100 pesetas de las de finales de los 70), y la referencia a la ironía del autor y a su huida de la pedantería típica del academicismo, escrita en la contraportada, me acabaron de decidir. Lo compré, lo empecé en seguida (hasta que no lo acabase y contase de que iba no podía leer las novelas) y recuerdo que lo leí con verdadera pasión.


Este libro fue decisivo en mi vida. Ahora mismo lo tengo aquí, a mi lado, después de 35 años juntos. Él fue el causante de que una nueva visión de la historia se abriese ante mí, y de que tomase conciencia de que la gente creía en muchas cosas y por distintos motivos. Él me hizo desear conocer esas creencias antiguas repartidas por todo el mundo, y ya desparecidas.


Escrito por un periodista, tiene una prosa ágil y dinámica, muy propia de un gran comunicador que ha dedicado gran parte de su vida, apoyado por diversos historiadores, a la difusión de una forma clara, didáctica, y sobre todo, muy amena, de la historia de su país, y a la vez de Europa. Otra de sus grandes obras, que recomiendo a quien quiera ambientarse e intentar entender la política medieval es La Italia del año mil. Cubre el periodo que va desde el año 1000 hasta el 1200 aproximadamente y es un tratado de alta política.

La mayor importancia que tuvo en mi vida es que me hizo entender que la historia era divertida, y según quien te la contase, iba a ser totalmente diferente, pero que la mitología había que buscarla en las fuentes, en los textos escritos por aquellos que vivieron en ese momento, así que en mi 13 cumpleaños les pedí a mis padres como regalo la Ilíada y la Odisea,de Homero. Ante su extrañeza por el regalo pedido y la mía por el hecho de que me lo compraran, ese año recibí los dos volúmenes, y ese verano me sumergí en su lectura. Empecé por La Iliada, claro. Había que seguir el orden cronológico. No me gustó. Cuando llegué al punto en que pasa miles de hojas enumerando los barcos griegos uno por uno, me salté esa parte. Pero continué, más que otra cosa porque, en esa época dorada de la adolescencia, los retos son sagrados y mi hermana había dicho: «Es imposible que se lea eso».



Poseidón, de Óscar Pérez
Pero con la Odisea todo cambió. Ahí Homero me fascinó. El personaje de Odiseo se convirtió en otro de mis grandes amores de papel, y si no Penélope, siempre me sentí un poco Nausícaa. Sus versos se fueron grabando poco a poco en mi memoria y su historia, la aventura de un viaje increíble, marcó mi vida para siempre. En otra ocasión le dedicaré una reseña solo a este libro, porque lo merece, pero ahora ya quedo aquí. Solo comentar que estas dos historias fueron las primeras de fantasía épica que leí en mi vida y me marcaron muy profundamente. Me dejaron con muchas ganas de más.

A partir de ahí me sumergí por completo en toda obra griega y romana que caía en mis manos, desde Plutarco y sus Vidas paralelas, a Hesiodo y su Teogonía.

Luego cayo Robert Graves, y de su mano, Mircea Eliade, y a través de él Fraser y La rama dorada. Ellos dos me impulsaron a salir del mediterráneo, en una época en la que en clase de latín leíamos a Julio César y su Guerra de las Galias, con sus comentarios a la mitología celta. Con ellos fui avanzando por las diferentes religiones del mundo y dando forma a una gran pasión.

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