miércoles, 14 de agosto de 2013

El Reloj, de Pío Baroja (y II)

(Iniciado ayer)

«¡Ah! Soy feliz -me repetía a mí mismo-. Ya no oigo la odiosa voz humana, nunca, nunca.» 

Y el reloj sombrío medía indiferente las horas tristes con su tictac metálico. La vida estaba dominada; había encontrado el reposo. Mi espíritu gozaba con el horror de la noche, mejor que con las claridades blancas de la aurora. 

¡Oh! Me encontraba tranquilo, nada turbaba mi calma; allí podía pasar mi vida solo, siempre solo, rumiando en silencio el amargo pasto de mis ideas, sin locas esperanzas, sin necias ilusiones, con el espíritu lleno de serenidades grises, como un paisaje de otoño. 

Y el reloj sombrío medía indiferente las horas tristes con su tictac metálico. En las noches calladas una nota melancólica, el canto de un sapo me acompañaba. 

--Tú también --le decía al cantor de la noche-- vives en la soledad. En el fondo de tu escondrijo no tienes quien te responda más que el eco de los latidos de tu corazón. 

Y el reloj sombrío medía indiferente las horas tristes con su tictac metálico. Una noche, una noche callada, sentí el terror de algo vago que se cernía sobre mi alma; algo tan vago como la sombra de un sueño en el mar agitado de las ideas. Me asomé a la ventana. Allá en el negro cielo se estremecían y palpitaban los astros, en la inmensidad de sus existencias solitarias; ni un grito, ni un estremecimiento de vida en la tierra negra. 

Y el reloj sombrío medía indiferente las horas tristes con su tictac metálico. Escuché atentamente; nada se oía. ¡El silencio, el silencio por todas partes! Sobrecogido, delirante, supliqué a los árboles que suspiraban en la noche que me acompañaran con suspiros; supliqué al viento que murmurase entre el follaje, y a la lluvia que resonara en las hojas secas del camino; e imploré de las cosas y de los hombres que no me abandonasen, y pedí a la luna que rompiera su negro manto de ébano y acariciara mis ojos, mis pobres ojos, turbios por la angustia de la muerte, con su mirada argentada y casta. Y los árboles, y la luna, y la lluvia, y el viento permanecieron sordos. 

Y el reloj sombrío que mide indiferente las horas tristes se había parado para siempre.

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