miércoles, 28 de agosto de 2013

Una Perra cara, de Anton Chejov (y II)

(Iniciado ayer)

—Perdóneme, Mijail Ivanovich, pero me toma usted sencillamente por tonto. ¡Hasta me ofende! 

—Bueno, bueno... Pues nada, entonces... No lo compre si no quiere... ¡A usted es imposible hacerle comprender nada! ¡Pronto empezará usted a decir. que en vez de rabo tiene una pata!... Pero nada ... ¡A usted es a quien quería yo hacer el favor! ¡Vajrameev! ... ¡Trae coñac! El ordenanza trajo más coñac. Los dos amigos llenaron sus vasos y quedaron pensativos. Transcurrió media hora en silencio. —¡Y después de todo..., vamos a suponer que fuera perra!... —interrumpió el silencio el teniente mirando sombrío la botella—. ¿Qué importancia tendría eso?... ¡Mejor para usted!... Le daría cachorros, cada cachorro no valdría menos de veinticinco rublos. ¡Se los compraría cualquiera, encantado! ¡No sé por qué le gustan tanto los perros! ¡Son mil veces mejor las perras! El género femenino es más adicto y más agradecido... Pero bueno, en fin..., si tanto miedo tiene usted al género femenino, ¡quédese con ella en veinticinco rublos! 

—No, querido. No le pienso dar ni una kopeka. En primer lugar, no necesito perro, y, en segundo, no tengo dinero. 

—Eso podía usted haberlo dicho antes... ¡Milka! ¡Largo de aquí! 

El ordenanza sirvió una tortilla. Los amigos se pusieron a comerla y la terminaron en silencio. 

—¡Es usted un buen muchacho, Knaps! ¡Un muchacho cabal! —dijo el teniente, limpiándose los labios—. ¡Qué diablos! ¡Me da lástima dejarle así! ¿Sabe usted una cosa?... ¡Llévese la perra gratis! 

—Pero ¿para qué la quiero yo, querido? —dijo Knaps con un suspiro—. Y además, ¿quién me la iba a cuidar? 

—¡Bueno, pues nada, entonces!..., ¡nada!.... ¡qué diablos! ¿Que no la quiere usted?... ¡Pues no se la lleva! Pero ¿adónde va usted?... ¡Quédese un ratito más! 

Knaps se levantó desperezándose y cogió su gorro. 

—Ya es hora de marchar. Adiós —dijo, bostezando. 

—Espere, entonces. Le acompañaré. 

Dubov y Knaps se pusieron los abrigos y salieron a la calle. Anduvieron en silencio los cien primeros pasos. 

—¿No se le ocurre a quién podría yo dar la perra? ¿No tiene usted a nadie entre sus conocidos...? La perra, como ha visto usted, es bonísima..., y de raza..., pero yo no la necesito para nada. 

—No se me ocurre, querido. En realidad, ¿qué conocimientos tengo yo aquí?... 

Hasta llegar a la misma casa de Knaps, caminaron los amigos sin pronunciar palabra. Sólo cuando al abrir la puerta de la verja Knaps estrechó la mano a Dubov, éste tosió y con alguna vacilación dijo: 

—¿Sabe usted si los perreros de la localidad aceptan perros? 

—Es posible que los acepten, pero con seguridad no se lo puedo decir. 

—Mañana la mandaré allá con Vajrameev. ¡Al diablo con la perra! Por mí, que la desuellen..., ¡maldita, asquerosa perra! ¡Por si fuera poco que ensucie las habitaciones, ayer en la cocina se zampó toda la carne!... ¡Canalla! ¡Y si siquiera fuera de buena raza!... ¡Pero no es más que una mezcla de perro callejero y de cerdo! ¡Buenas noches! 

—Adiós —dijo Knaps. La puerta de la verja se cerró y el teniente quedó solo.

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