miércoles, 21 de agosto de 2013

LA MARCHA DE AFRODITA, de Clark Ashton Smith (y II)

(Iniciado ayer)

Apenas habían terminado de hablar, cuando a través del desierto llegó Afrodita, y su llegada provocó una luz sobre las colinas, y por donde caminaba disminuían las sombras, y las arenas grises producían amapolas granates y el profundo verdor del césped que luciera cuando las reinas eran jóvenes, antes de que pasaran a formar parte de una oscura leyenda y los siglos las convirtieran en momias polvorientas. Llegó hasta la orilla y quedó en pie ante Phaniol, mientras la puesta del sol se extendía, llenando el cielo y el mar con un color aterciopelado de capullo recién abierto, y lo más profundo de la concha que en tiempos remotos le fuera consagrada se elevaba para recibirla. 

No llevaba ropajes, ni coronas, ni guirnaldas, arropada y coronada únicamente por el crepúsculo solar, tan hermosa como los sueños de un mortal, pero mucho más hermosa que todos los sueños. La diosa aguardaba, sonriente y tranquila, símbolo de la vida y de la muerte, de la desesperación y de la pasión, ensueño de carne y hueso para dioses y poetas y galaxias jamás conocidas. Pero también reflejaba el asombro del amor, de algo mucho más que el amor, y cuyo sentido no podía entender el poeta. 

—¡Hasta siempre, oh Phaniol! —exclamó, y su voz recordaba el suspiro de aguas lejanas, el murmullo de aguas de plenilunio, arrullando no sin tristeza una orgullosa isla coronada de altas palmeras—. Me has conocido y adorado durante toda tu vida hasta este momento, pero ha llegado la hora de mi partida; me voy, y cuando me haya marchado me seguirás adorando, pero ya no me conocerás. Así es el destino, y estaba dispuesto que ningún hombre, ni ningún mundo, ni ningún dios me poseyera completamente hasta la eternidad. Cuando yo ya no exista regresarán el otoño y la primavera, el primero cuajado de hojas amarillas, y la segunda de violetas igualmente amarillas; los pájaros se refugiarán en las zarzamoras renovadas, y conocerás nuevos y fugaces amores. Jamás volverán a tus ojos o a los de cualquier otro mortal la perfecta imagen y el perfecto cuerpo de la diosa. 

Finalizando así su despedida, saltó del muelle ceniciento a la oscura proa de la barca; y de la misma manera en que había llegado, sin necesidad del viento ni de los remos, la barca se hizo a la mar cuajada de los descoloridos pétalos del anochecer. Desapareció inmediatamente de la vista, mientras el desierto perdía las antiguas amapolas y el rico verdor que luciera de nuevo por unos instantes. La oscuridad se adueñó de Illarión, siguiendo furtivamente el camino trazado por Afrodita; las sombras retornaron a las colinas, y el corazón del poeta Phaniol seguía siendo una urna de negro jade fraguada por el amor con cenizas apagadas.   

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