Señor conductor
Señor conductor del taxi 790 BRR 75,
Jamás podré olvidarlo.
Mientras Dios me dé vida (gracias Dios mío por
dejarme el cancer a la sordina) volveré a ver con la diabólica precisión
de entomólogo la miserable configuración abotargada de su sucia cara de
turfista fofo, la aviesa zafiedad de su obtusa mirada y la increible
vulgaridad de sus grotecos rasgos, enmarcados detrás de su parabrisas con
gracias de vaca mirando la salsa verde en el escaparate del tripero bovino.
Homero o Ray Charles, ya no sé qué ciego de nacimiento fue el que osó a
afirmar que el hábito no hace al monje. Sin embargo hay jetas que son toda
una declaración, y la suya, señor conductor del taxi 790 BRR 75, no tiene
perdón.
Era una de esas mañanas del abril parisino, que se estremecía toda entera
de primavera bajo los plátanos verde tierno, en la que a los imbéciles y a
los poetas les da por encontrar dulce la vida.
Así iba yo, al idiota compás de mi paso alejandrino, con los pensamientos
brillantes que bullían en mi mente, cuando apareció usted, señor, y mi
tranquilidad se ensombrecío de pronto.
Usted estaba al lado de la acera a unos diez metros delante de mí. La
puerta traserá del lado de la acera se entreabrió con una lentitud
infinita, bajo la presión de una mano febril, prolongación de un brazo
desnudo y descarnado.
Era una mano espantosamente retorcida por los reumatismos,
desesperadamente encorvada para no dejar escapar la vida, una mano
traslúcida sembrada de extrañas manchas oscuras planas que a veces dibujan
moscas imposibles en la piel de los viejos reviejos.
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