viernes, 23 de septiembre de 2011

Clásicos de Aventuras

El viernes anterior, Ninotchka se confesó enamorada de un personaje de ficción. Mi problema es más grave. Son demasiados aquellos de los que me he enamorado y de los que todavía lo sigo estando. El primero fue, como ya conté en mi entrada anterior,  El Capitán Blood. Pero, aunque siguió y sigue reinando en mi corazón de lectora, pronto se vio acompañado de un montón de personajes salidos de aquellos dos enormes tomazos. No recuerdo a qué velocidad leía entonces, no creo que fuese mucha, teniendo como tenía siete años, pero sí sé que entre ese otoño de 1971 y la primavera de 1973 habían caído los dos tomos, las doce novelas.

En ellos se recogen doce historias que nos ofrecen un amplio muestrario de los diversos géneros en que podríamos dividir las novelas de aventuras: históricas, de  la colonización de norteamérica, de piratas, del lejano oeste, del helado norte, del áfrica misteriosa, de luchas fratricidas, de viajes (por tierra, mar y aire), de búsquedas de tesoros, y de expediciones de exploración, no solo a lugares remotos y reinos perdidos, sino a los rincones extraños de la mente y sus obsesiones. No están todos los que son, es evidente, pero sí son todos los que están. La recopilación es suficiente como para abrir mil mundos nuevos a una mente curiosa y ávida de historias trepidantes bien narradas. En ese aspecto, tras cuarenta años de lectura compulsiva, sigo igual: creo que no me saciaré jamás.

Además de encontrarnos seis estupendas novelas en cada volumen, que dan para muchos amores, encontré algo en el primero de ellos que me llamó la atención. La selección empezaba con el poema de Rudyard Kipling Si… Creo que nunca hubo mejor correspondencia entre la presentación y el contenido de un libro.
También, entre las casi mil páginas de cada volumen, impresas a dos columnas, en una letra diminuta, nos encontramos con dos preciosas ilustraciones a todo color por novela. Son imágenes inspiradas en el contenido de las obras. Las tengo grabadas en mi memoria a fuego y sé que me acompañarán siempre.

Tras el poema, el primer volumen empezaba con una de las grandes historias de aventuras de todos los tiempos: Ivanhoe, de Walter Scott (1820). Esta novela, a caballo entre el género de aventuras y el histórico, nos daba una visión muy bien documentada, como todas las de este autor escocés, de un periodo clave en la historia de Inglaterra, el siglo XII. En una época cuajada de leyendas y de personajes trascendentes que alimentaron la imaginación y el romanticismo de miles de lectores nos encontramos con los principales ingredientes de las novelas llamadas “de caballería”. Tenemos el caballero caído en desgracia, la heredera desposeída, la joven doncella raptada, el rey usurpador, déspotas poderosos y bandidos honrados… Todo esto, que podría dar lugar a un empacho acaramelado,  se narra con la fuerza y la agilidad que caracteriza la novela romántica de finales del siglo XIX y principios del XX, convirtiéndola en una obra en la que la intriga, los torneos, la aventura y la historia se combina para crear una obra eterna. El melancólico Ivanhoe, al que desde mi más tierna infancia puso cara Robert Taylor, fue otro de mis amores de papel.

Si la primera es el paradigma de las novelas de la Inglaterra medieval, la segunda, El último mohicano (1826), lo es sin duda de las llamadas «de frontera». Su autor, James Fenimore Cooper, que se crió en los ambientes que tan bien sabe describir, es considerado el creador de la novela histórica norteamericana. Esta fascinante historia transcurre en la frontera actual entre Canadá y Estados Unidos, durante la colonización previa a la guerra de secesión, cuando los ingleses y los franceses se disputaban unos territorios habitados por tribus enemistadas entre sí. Llena de personajes que se graban a fuego en el recuerdo, aventuras, amores imposibles, odios tribales, despertó mi más viva simpatía por los indios y mi profundo amor por sus dos protagonistas. Con ella me enfrenté por primera vez a la muerte de un personaje, y recuerdo perfectamente el impacto.
En aquella época mi hermana y yo jugábamos mucho con muñecas, como es lógico en dos niñas. Pero nuestros juegos eran auténticas recreaciones de las novelas que leíamos, y los libros eran continuamente consultados ante la más mínima falta de rigor en un detalle u otro. Así no es de extrañar que, cuando con motivo de mi Primera Comunión me regalaron dos muñecas idénticas salvo en el color del pelo, recibieran inmediatamente el nombre de Cora, la morena, y Alicia, la rubia.

La tercera del volumen fue sin duda la que menos me gustó de todas en aquella época. Como es lógico, no se puede pedir a una niña que alcance a disfrutar de la complejidad y de la profundidad de una novela como Las aventuras de Arturo Gordon Pym (1838), de Edgar Allan Poe. Algún tiempo después, con trece o catorce años volví a leerla, tras ver en televisión la película basada en el cuento La máscara de la muerte roja. Como era lo único que en ese momento tenia del autor, la cogí con ganas, y entonces si, la disfruté, aunque nunca ha entrado entre mis lecturas favoritas.

El cuarto capítulo es La vuelta al mundo en ochenta días (1873), de Julio Verne. No entra entre mis favoritas del autor, que son muchas, debido al perfil caricaturesco de los personajes. Ello causó que mi encuentro con el gran autor francés fuera más tardío que con otros del mismo estilo, pues no fue hasta que, cumplidos ya los diez años, hice caso a mi hermana y leí por primera vez La isla misteriosa. Esta lectura convirtió a su protagonista principal, el ingeniero Ciro Smith en uno de mis grandes amores de papel y al escritor en uno de mis favoritos, llegando a devorar toda su obra en un solo año.

En el quinto lugar nos encontramos con Raptado (1886), de Robert Louis Stevenson. Llamada también según ediciones por el nombre de su protagonista, David Balfour, esta novela, aunque no es de las más conocidas de su autor, es una muestra estupenda de las llamadas “novelas de iniciación”. En ella un joven huérfano descubre los orígenes de su familia y a través de un periplo lleno de aventuras que emprende, contra su voluntad, para recuperar su herencia. Crece, madura y pasa de ser un adolescente perdido a un joven intrépido y decidido. Gran autor de personajes, Stevenson logra, aunque el joven David acapara desde el principio todas las miradas, que la figura de su tío, Ebenezer Balfour destaque con fuerza a pesar de las escasa veces que aparece. Es una figura que me impactó también, pero no en el sentido de enamoramiento como si me produjo David. Creo que fue el primer personaje de papel que realmente me dio miedo o por lo menos mucho respeto y una profunda aversión.

La sexta y última novela de este primer volumen es Las minas del rey Salomón (1885), de H. Rider Haggard. Esta novela de aventuras ambientada en el África austral fue la primera de habla inglesa ambientada en el continente negro. Es así mismo considerada el origen del género literario versado en civilizaciones perdidas. El exotismo de los lugares que recorre, las aventuras, los personajes que han dado lugar a clichés explotados hasta la saciedad, hacen de ella la obra modelo en cuanto a los relatos basados en la exploración y colonización de territorios inexplorados. Por supuesto, Allan Quatermain, paradigma del cazador y explorador de estos territorios, es otro de mis grandes amores de papel.

PD: El poema está enlazado en el nombre, por si alguien no lo conoce y quiere leerlo.

1 comentario:

  1. Me ha encantado, muy buena entrada, quedan las otras 6 novelas, con ganas de leer tu entrada

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