domingo, 10 de febrero de 2019

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EL ELEGIDO
Eduardo Goligorsky

Fermín Sosa no podía conciliar el sueño. Era extraño. Tenía los ojos cerrados y estaba realmente cansado, pero no podía conciliar el sueño. Cambiaba de posición en la cama, pensando que quizás le incomodaba el brazo mal doblado, o la pierna encogida, o la posición forzada del cuello. Pero no ganaba nada con esas vueltas.
El calor era agobiante, como si las paredes hubiesen aprisionado y solidificado todo el bochorno del día, y Fermín Sosa se sentía como una de esas figuritas encerradas en un bloque plástico y trasparente que últimamente se veían en las vidrieras.
Junto a él dormía la Rufina, respirando serenamente, y a ratos hacía sonar la lengua contra el paladar con esos chasquidos húmedos que según ella eran producto de la imaginación de Fermín.
- ¡Dejate de embromar! - se reía la Rufina cada vez que él mencionaba el tema 
- Qué voy a hacer con esos ruidos mientras duermo. Vos sí que roncaste anoche. No pude pegar un ojo.
Pero claro que la Rufina chasqueaba la lengua en sueños, como ahora mismo, mientras él se volvía otra vez en la cama pensando que su hombro entumecido era la causa del insomnio.
Ese día había sido como todos los otros de trabajo agotador en el molino harinero. Las bolsas parecían haberle pesado más sobre las espaldas, como si una columna de aire denso y caliente se hubiera añadido a la carga habitual. Y no había ocurrido nada que pudiese preocuparle. A la tarde pasó por el café, antes de volver a la casa, y discutió con los muchachos, pero sin ponerse nervioso ni entusiasmarse demasiado. Que cómo formaría San Lorenzo el domingo; que si la última carta del Hombre era auténtica, que si había noticias de Roque, que estaba preso por la pateadura que le pegó a su mujer cuando la encontró en el centro, muy agarrada del brazo de otro tipo. Bah, macanas.
Pero ahora no podía dormir.
La transpiración le chorreaba por todo el cuerpo. Un mosquito pasó zumbando. 
Fermín esperó listo para pegarle un manotazo apenas sintiese el cosquilleo de las patas sobre su piel. El mosquito se fue y a él ni siquiera le quedó ese desahogo. Alguien tenía encendida la radio, y Fermín se entretuvo un momento tratando de descifrar lo que cantaba esa voz gangosa. Se puso más nervioso cuando no entendió nada. El cachorro de don Pedro empezó a ladrar. Al rato todos los perros del barrio estaban aullando.
...

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