domingo, 24 de febrero de 2019

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LOS RENEGADOS
Rychard Lee Byers

Vladawen había esperado acceder a la ciudad con cierta majestuosidad ya que, aunque hacia tiempo que había dejado de preocuparse por las apariencias, sabía bien que muchos otros lo hacían. Sus agotados compañeros de viaje probablemente sólo deseaban entrar a toda prisa al lugar, antes que el rojizo crepúsculo abandonase el cielo. El otoño había acogido en su abrazo al continente de Ghelspad, e incluso aquí, en las cercanías de los abrasadores páramos que eran conocidos como el Desierto de Ukrudan, las noches se hacían cada vez más frías. Sin embargo, caballos y mulas frustraron todos aquellos deseos al frenarse frente a la imponente puerta de la ciudadela.
Delgada y con los cabellos negros como el azabache, tan hermosa como podía considerarse acompañada de una espada sin adornos pero de bella factura, Lillatu maldijo a los animales y espoleó a su negra yegua. Vladawen encontró algo tranquilizadora esa demostración de mal humor, sobre todo al comprobar como los guardias en lo alto del majestuoso muro sonreían al presenciar la escena. El elfo sospechaba que debía ser habitual que los viajeros tuvieran dificultades al convencer a sus bestias para entrar en Hollowfaust, y los guerreros por lo general encontrarían divertida la situación.
Vladawen lo encontraba bastante comprensible. Tiempo atrás había ostentado la poderosa magia de un sumo sacerdote. Ya apenas le quedaba nada de aquello, pero aún era capaz de percibir lo que los caballos estaban sintiendo, la memoria concentrada y condensada de la muerte, y algo aún peor que eso, encerrado en el interior de aquellas murallas. El elfo se recordaba con inquietud que era parte esencial de lo que había ido a buscar.

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