lunes, 25 de marzo de 2019

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LA ESPADA DE LA VERDAD
La Señora de la Muerte
TERRY GOODKIND

No recordaba haber muerto.

Con una oscura sensación de recelo, se preguntó si las lejanas voces enojadas que flotaban hasta llegar a ella significaban que estaba a punto de padecer aquel trascendental desenlace: la muerte.

No había absolutamente nada que pudiera hacer al respecto si así era.

Si bien no recordaba haber muerto, rememoraba vagamente solemnes murmullos que decían que la muerte la había hecho suya, pero que él había presionado su boca sobre la de ella y llenado sus pulmones inactivos con su aliento, su vida, y que al hacerlo había reavivado la suya. No tenía ni idea de quién era la persona que hablaba de una hazaña tan inconcebible.

Aquella primera noche, al percibir las distantes voces incorpóreas como poco más que una noción vaga, había caído en la cuenta de que había gente a su alrededor que no creía —a pesar de que volvía a estar viva— que fuera a permanecer con vida durante lo que quedaba de la noche. Pero ahora sabía que lo había hecho; había permanecido con vida muchas más noches, quizá como respuesta a plegarias desesperadas y juramentos fervientes murmurados sobre ella aquella primera noche.

Pero si bien no recordaba haber muerto, recordaba el dolor antes de sumirse en aquella prolongada inconsciencia. El dolor, nunca lo olvidaba. Recordaba de haber peleado sola y salvajemente contra todos aquellos hombres, hombres que mostraban los dientes igual que una jauría de perros salvajes con una liebre. Recordaba la lluvia de golpes brutales que la hizo caer al suelo, las pesadas botas estrellándose contra su cuerpo una vez allí, y el chasquido seco de los huesos al partirse. Recordaba la sangre, tantísima sangre, en los puños de sus atacantes, en sus botas. Recordaba el insoportable terror de carecer de aliento para jadear ante aquella agonía, para gritar contra el peso aplastante del dolor.

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