viernes, 1 de marzo de 2019

Fragmento

—¿Por qué lo trajeron? —La chica espetó la pregunta con tono perentorio. 
      
Era pelirroja y tenía ojos verdes, y sabía ser autoritaria muy bien. No era más alta que un niño —uno cincuenta y dos— pero su exasperación la hacía parecer de mayor estatura.
      
El individuo corpulento que los había recibido en la entrada movió la cabeza, afirmativamente.
      
Tres personas más —una mujer robusta, llamada Mara, que frisaba los sesenta; un sujeto barbudo de anteojos sin armazón y el cráneo pelado, el Dr. Gelb; y un tipo flacucho, el Sr. Randolph, de ojos negros y lustrosos que relucían bajo cejas abundantes en una cara larga— parecían tener en mente la misma pregunta.
      
Estaban en un aposento ovalado, situado en lo alto de la torre del castillo. Las ventanas daban al parque, pero no había nada para ver. Se hallaban solemnemente sentados en unas sillas de madera de respaldo alto e incómodo, alrededor de una mesa apolillada.
      
—Es un rematoloico —dijo Gelb, con voz aflautada y nerviosa, mientras jugaba con una bandita elástica—. ¿Desde cuándo damos hospitalidad a los rematoloicos? ¿Qué sentido tiene arriesgarnos de esta manera?
      
—Tienes razón —acotó Randolph con una profunda voz de bajo. Hablaba muy lentamente, como si cada palabra valiera oro, y estaba midiendo la conveniencia de seguir explayándose— Tenemos nuestras reglas, aquí. Nuestra hospitalidad no es extensiva a los rematoloicos. Son socialmente peligrosos.
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