Jaime Bayly
Mi primera
clase de spinning
Estaba estirándome en la cama el domingo en la mañana cuando Sandra me
preguntó: ¿por qué no vienes al spinning conmigo? Había dormido bien y me
provocaba sudar un poco, así que decidí acompañarla. Ella me advirtió que
la clase sería fuerte para un principante como yo, pero me reí en su cara
y le dije que sería un paseíllo para mí.
-Tu clasecita de spinning me va a servir de calistenia antes de hacer mi
rutina en el gimnasio -le dije, y ella apenas sonrió.
Confiado en mi buena condición física, me puse ropa deportiva y anteojos
oscuros y, cargando una botella grande de agua, me dirigí al gimnasio
dispuesto a estrenarme en la moda universal del spinning, un ejercicio que
miles de mujeres y algunos hombres, subidos en sus bicicletas estáticas y
pedaleando frenéticamente al ritmo de una música demencial, practican con
una especie de devoción religiosa y celo fanático. Esto lo tenía muy claro
antes de subirme a la bicicleta: el spinning no es un ejercicio más, es
una secta peligrosa a la que no cualquiera puede pertenecer.
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