Los otros dioses
H.P. Lovecraft
En la cima del pico más alto del mundo habitan los dioses de la tierra, y
no soportan que ningún hombre se jacte de haberlos visto. En otro tiempo
poblaron los picos inferiores; pero los hombres de las llanuras se
empeñaron siempre en escalar las laderas de roca y de nieve, empujando a
los dioses hacia montañas cada vez más elevadas, hasta hoy, en que sólo
les queda la última. Al abandonar sus cumbres anteriores se llevaron sus
propios signos, salvo una vez que, según se dice, dejaron una imagen
esculpida en la cara del monte llamado Ngranek.
Pero ahora se han retirado a la desconocida Kadath del desierto frío, en
donde los hombres no entran jamás, y se han vuelto severos; y si en otro
tiempo soportaron que los hombres les desplazaran, ahora les han prohibido
que se acerquen; pero si lo hacen, les impiden marcharse. Conviene que los
hombres no sepan dónde esta Kadath; de lo contrario, tratarían de
escalarla en su imprudencia.
A veces, en la quietud de la noche, cuando los dioses de la tierra sienten
añoranza, visitan los picos donde moraron una vez, y lloran en silencio al
tratar de jugar en silencio en las recordadas laderas. Los hombres han
sentido las lágrimas de los dioses sobre el nevado Thurai, aunque creyeron
que era lluvia; y han oído sus suspiros en los quejumbrosos vientos
matinales de Lerion. Los dioses suelen viajar en las naves de nubes, y los
sabios campesinos tienen leyendas que les disuaden de acercarse a ciertos
picos elevados por la noche cuando el cielo se nubla, porque los dioses no
son tan indulgentes como antaño.
En Ulthar, más allá del rio Skai, vivía una vez un anciano que deseaba
contemplar a los dioses de la tierra; este hombre conocía profundamente
los siete libros crípticos de la Tierra y estaba familiarizado con los
Manuscritos Pnakóticos de la distante y helada Lomar. Se llamaba Barzai el
Sabio, y los lugareños cuentan cómo escaló una montaña, la noche del
extraño eclipse.
Barzai sabía tantas cosas sobre los dioses que podía contar sus idas y
venidas; y adivinaba tantos secretos que se tenía a si mismo por un
semidiós. Fue él quien aconsejó prudentemente a los diputados de Ulthar
cuando aprobaron la famosa ley que prohibía matar gatos, y quien dijo al
joven sacerdote Atal adonde se habían ido los gatos negros, en la
medianoche de la vispera de san Juan. Barzai estaba profundamente versado
en la ciencia de los dioses de la tierra, y le habían entrado deseos de
ver sus rostros. Creía que su hondo y secreto conocimiento de los dioses
le protegería de la ira de estos, y decidió escalar la cima del elevado y
rocoso Hatheg-Kla una noche en que sabía que los dioses estarían allí.
El Hatheg-Kla está en el desierto pedregoso que se extiende más allá de
Hatheg, del cual recibe el nombre, y se alza como una estatua de roca en
un templo silencioso. Las brumas juegan lúgubremente alrededor de su cima;
porque las brumas son los recuerdos de los dioses, y los dioses amaban el
Hatheg-Kla cuando habitaban en él, en otro tiempo. Frecuentemente visitan
los dioses de la tierra el Hatheg-Kla, en sus naves de nube, y derraman
pálidos vapores sobre las laderas cuando danzan añorantes en la cima, bajo
una luna clara. Los aldeanos de Hatheg dicen que no conviene escalar el
Hatheg-Kla en ningún momento, y que es fatal hacerlo de noche, cuando los
pálidos vapores ocultan la cima y la luna; sin embargo, no les escuchó
Barzai cuando llegó de la vecina Ulthar con el joven sacerdote Atal, su
discípulo. Atal sólo era hijo de posadero, y a veces tenía miedo; pero el
padre de Barzai había sido un landgrave que vivió en un antiguo castillo,
por lo que no había supersticiones vulgares en sus venas, y se reía de los
atemorizados aldeanos.
Barzai y Atal salieron de Hatheg hacia el pedregoso desierto, a pesar de
los ruegos de los campesinos, y charlaron sobre los dioses de la tierra
junto a su fogata, por las noches. Viajaron durante muchos días, hasta que
divisaron a lo lejos al altísimo Hatheg-Kla con su halo de lúgubre bruma.
El décimo tercer día llegaron al pie de la solitaria montaña, y Atal
confesó sus temores. Pero Barzai era viejo, sabio, y no conocía el miedo,
asi que marchó delante osadamente por la ladera que ningún hombre había
escalado desde los tiempos de Sansu, de quien hablan con temor los mohosos
Manuscritos Pnakóticos.
El camino era rocoso y peligroso a causa de los precipicios y acantilados
y alúdes. Después se volvió frío y nevado; y Barzai y Atal resbalaban a
menudo, y se caían, mientras se abrían camino con bastones y hachas.
Finalmente el aire se enrareció, el cielo cambió de color, y los
escaladores encontraron que era difícil respirar; pero siguieron subiendo
más y más, maravillados ante lo extraño del paisaje, y emocionados
pensando en lo que sucedería en la cima, cuando saliera la luna y se
extendieran los palidos vapores. Durante tres días estuvieron subiendo más
y más, hacia el techo del mundo; luego acamparon, en espera de que se
nublara la luna.
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