jueves, 17 de julio de 2014

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La tortura de la esperanza

Hace ya muchos años, al caer una tarde, el venerable Pedro Arbuez D'Espila, sexto prior de los Dominicanos de Segovia, el tercer gran inquisidor de España, seguido por un fray redentor, y precedido por dos familiares de Su Santidad, el último llevando un farol, hicieron su entrada en una catacumba subterránea. La cerradura de una enorme puerta crujió, y ellos ingresaron en una celda, donde la luz mortecina revelaba entre anillos sujetados a la pared un potro de tormento manchado de sangre, un brasero y una botija de barro. Sobre una pila de paja, cargado con grilletes, y con su cuello circunvalado por un aro metálico, estaba sentado un hombre muy demacrado, de edad incierta, vestido solo con harapos.
Este prisionero no era otro que Rabbi Aser Abarbanel, un judío de Aragón, quien fuera acusado de usura e impiedad por los pobres, y que había sido sometido diariamente a torturas por más de un año. Aún "su ceguera era tan densa como su recato" y se negaba a abjurar de su fe.
Orgulloso de una ascendencia que databa de cientos de años, orgulloso de sus ancestros, todos judíos dignos de su nombre, él descendía según el Talmud, de Otoniel, y consecuentemente de Ipsiboa, esposa del último juez de Israel, una circunstancia que había acrecentado su coraje entre las incesantes torturas. Con lágrimas en sus ojos, el venerable Pedro Arbuez D'Espila, dirigiéndose al estremecido rabbi, le recomendó:
- Hijo mío, alégrate: tu proceso está por llegar a su fin. Si en la presencia de tal obstinación fui forzado a permitir, con profundo desagrado, el uso de gran severidad, mi tarea de fraternal corrección tiene sus límites. Tu eres la higuera que, habiendo fallado en muchas temporadas en dar sus frutos, al final se marchitó, pero solamente Dios puede juzgar tu alma. Tal vez, la Infinita Piedad brille sobre tí en el último momento. Nosotros así lo esperamos. Hay ejemplos. Entonces duerme bien por la noche. Mañana serás incluído en un auto de fe: esto es, serás expuesto al quemadero, las llamas simbólicas del Fuego Eterno: solo quema, mi hijo, a la distancia; y la Muerte tardará al menos dos (hasta tres) horas en venir, en cuenta de los vendajes húmedos y helados con los que envolvemos las cabezas y corazones de los condenados. Habrá otros cuarenta y tres contigo. Te ubicarás en la última fila, para que tengas tiempo de invocar a Dios y ofrecerle a Él tu bautismo de fuego, que será del Espíritu Santo.
Con estas palabras, habiendo señalado a los guardias para desencadenar al prisionero, el prior lo abrazó tiernamente. Entonces fue el turno del fray redentor, quien, en un tono bajo, por el perdón para el judío por el que se lo había hecho sufrir con el propósito de redimirlo; entonces los dos familiares silenciosamente lo besaron. Luego de esta ceremonia, el cautivo fue soltado, solitario y desconcertado, en la oscuridad.
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