D. J. Heinrich
Él vino tal como yo sabía que vendría. Como sabía que debía venir. Los humanos son así: previsibles, idealistas; limitados por el honor, sus votos y su absurda pasión. Los caballeros de los Tres Soles, en especial, son así. Resultan una presa fácil, casi tan fácil como matar caballos en un corral, y he matado muchos de ellos desde que tengo memoria.
Sin embargo, a decir verdad, Fain Flinn era diferente. Flinn el Poderoso, lo llamaban, y con razón. Descubrí que no era tan fácil liquidarlo como a los demás. Y la culpa era de su maldita espada, Vencedrag. Nosotros no podíamos, ninguno de los dos, matarnos el uno al otro, y aquella espada se mofaba de nosotros todo el tiempo.
Sí, fue Flinn quien me humilló -a Verdilith, el gran Dragón Verde, el azote de Penhaligon-; fue Flinn quien me impulsó a vencerlo mediante la subversión, ya que no podía lograrlo en el campo de batalla. Así que me despojé de mis preciosas escamas verdes y adopté forma humana. Convencí de mis excelentes gracias a la baronesa de Penhaligon, e incluso seduje a la encantadora esposa de Flinn, Yvaughan, para que lo abandonara... Y, cuando todo estuvo a punto, hice volver a un camarada caballero en su contra e hice que acusaran de deshonor al bueno de Flinn.
Hice que Flinn el Poderoso se hincara de rodillas.
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