domingo, 10 de agosto de 2014

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ANSELM AUDLEY
VESPERA


El imperio llegaba a su fin envuelto en luz.
La luz de los faroles refulgentes que iluminaban las calles de la ciudad y a las decenas de miles de personas que aguardaban en el Ágora y el Octágono al final de una noche de fuego y caos. La luz de los palacios, donde los miembros de los clanes se habían reunido bajo el frágil amparo de las guarniciones improvisadas, mientras la infantería de Marina luchaba y moría en la colina Novena. La luz reflejada desde las nubes que amenazaban tormenta sobre la ciudad, un funesto resplandor rojizo en un cielo donde ni tan sólo brillaba una estrella.
La luz desde la hoguera en la colina Novena donde el Palacio Imperial ardía de un extremo al otro. Inmensas columnas de llamas se alzaban hacia el cielo de la noche y cortinas de humo se deslizaban hacia el lago atravesando las ruinas incendiadas de la isla del Almirantazgo. Incluso cuatro horas después de declararse el fuego, éste no mostraba indicios de amainar y hasta la estructura de piedra del palacio comenzaba ya a alabearse y derrumbarse por el calor.
Medio milenio de magnificencia imperial, de esplendor y memoria, había sido reducido a cenizas. Todo estaba en llamas, desde el arte de inestimable valor de los maestros thetianos acumulado durante siglos hasta los archivos secretos de los servicios de inteligencia en los laberínticos sótanos. Lo más excelso y lo más infame del imperio ardía a la vez.
Nadie quería que éste fuera el final. Pocos eran, de hecho, entre los cientos de miles de personas que inundaban las calles del cetro de la ciudad, los que querían que acabara el imperio. No querían su destrucción.
Ya era demasiado tarde.
...

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